lunes, 12 de julio de 2021

Duro De Amar: Capítulo 9

Ella miró... Y remiró. No había salchichas. Lo que tenía enfrente era un pequeño plato de porcelana, con una fina y dorada tostada cortada en cuatro triángulos perfectos. Al lado, había un huevo perfectamente escalfado. Miró el huevo y tuvo que controlarse para no echarse a llorar.


–Estás agotada. Cómete eso y vete a la cama. Las cosas se verán mejor por la mañana.


Ella lo miró, asombrada por su gesto. Ese plato era... Como una cocina para enfermos diseñada para atraer al apetito más hastiado.


–Perdóname, pero yo voy a seguir con mis salchichas –dijo y las sacó del horno.


Ella pensaba que estaba demasiado disgustada como para comer, que se le había pasado el hambre, y mientras, él seguía en silencio y concentrado en su plato. Paula no pudo por menos que intentar terminarse el suyo. Él le preparó otra taza de té, que también se terminó. No se sentía lo suficientemente fuerte para hablar, para discutir, para pensar en la situación en la que se encontraba. Dormiría. Y después... después...


–No hay muchas cosas que pueda hacer un chico que no pueda hacer yo –dijo. No fue una frase muy coherente, pero fue lo mejor que pudo pronunciar después de la cena.


–No, pero no querrías quedarte aquí.


–Y tampoco querría hacerlo ninguno de los veterinarios con los que estudié.


Él asintió.


–No debería haber dejado venir a nadie.


–Me necesita, ¿Por qué?


–No te necesito.


–Bien –dijo ella, y se levantó–. Supongo que entonces ya está. Tal vez debería darle las gracias por el huevo, pero no lo haré. He pagado un billete para recorrer medio mundo por un trabajo que no existe. Comparado con eso... bueno, me parece que un huevo es un sueldo bastante pésimo.



El dormitorio se parecía ligeramente a sus sueños. Tenía que haber sido bonito en algún momento, grande y elegante, con un precioso papel pintado de flores, cortinas de borlas, techo alto, amplios ventanales y una cama lo suficientemente grande como para que cupieran tres como ella. Seguía siendo bonito, más o menos. Podía ignorar el papel desteñido y las cortinas hechas jirones porque a pesar de ese aire de abandono y decadencia, su cama estaba hecha con unas sábanas limpias e impolutas. El colchón y las almohadas eran sorprendentemente suaves, mágicamente suaves. Lo suficiente como para que a pesar de su conmoción emocional, a pesar de que apenas eran las siete, se quedara dormida en cuanto su cabeza rozó la almohada. Pero la realidad no se desvaneció. Se despertó sobresaltada de madrugada, recordó dónde estaba y recordó que su vida se había acabado. Sí, de acuerdo, tal vez estaba exagerando, decidió mientras, desolada, miraba la oscuridad. Tenía dinero para tomarse unas vacaciones. Podía volver a Sídney, visitar la ciudad, regresar a Nueva York y decirles a todos que la habían estafado. Sus amigas se habían burlado cuando les había contado lo que iba a hacer: «¿Tú? ¿En una granja del interior de Australia? ¿Haciendo de mozo para todo además de veterinaria para los caballos? Espabila, Pau, no eres tan rubia». La sorna no había sido malintencionada, pero había oído la incredulidad oculta tras ella. A nadie le sorprendería que volviera a casa. Pero entonces ¿Qué? Si ese vaquero la echaba de su granja... No, no tenía que echarla porque ella no se quedaría bajo ningún concepto en esa casa destartalada sin cuarto de baño y con un dueño machista.

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