lunes, 12 de julio de 2021

Duro De Amar: Capítulo 8

 -Siéntate.


–No quiero...


–No quieres salchichas –repitió él, suspiró y abrió la puerta del horno de la anticuada cocina que ocupaba la mitad de la pared. Metió su plato–. Mantendré el mío caliente mientras te preparo algo que puedas comer.


–¿Sándwiches de pepino?


Pedro no pudo más que sonreír. Parecía tan esperanzada...


–No. He olvidado anotar pepino en mi lista de la compra, pero siéntate, cállate y veremos si podemos encontrar una alternativa.


Ella se sentó. Lo miró, medio desconfiada, medio esperanzada, y él sintió que se le removía algo por dentro.


Candela, fría como la muerte, removiendo la comida con apatía. «No puedo comer, Pedro...». Candela. «No pienses que esta mujer es mona. No pienses que esta mujer es otra cosa que un error del que tienes que librarte». Pero por esta noche... 


Tenía razón, no debería importar que fuera una mujer. No era culpa suya que importara, que la idea de tener a una mujer sentada al otro lado de la mesa, una mujer que incluso se parecía un poco a Candela, removiera algo en su interior que le hacía daño. Mucho daño. Ella no dijo nada mientras él vertió agua hirviendo sobre una bolsita de té y le añadió miel. Le pasó la taza y vió cómo la acunaba entre sus manos, como si necesitara ese consuelo. El fuego de la cocina desprendía un agradable calor; esa habitación era el único lugar de la casa que podía resultar algo acogedora. Pedro estaba siendo cruel; si iba a marcharse por la mañana, no le costaría nada cuidarla un poco. La miró en silencio mientras ella observaba la madera destartalada de la mesa de la cocina y seguía sin soltar la taza. No le costaría nada.


Estaba tan desorientada que si se hubiera caído sobre la superficie de la mesa no le habría sorprendido. Se sentía mareada, extraña. ¿Cuándo había sido la última vez que había comido? ¿En el avión esa mañana? ¿La noche anterior? ¿Cuándo habían pasado esa mañana y la noche anterior? Las dos eran una y la misma cosa. No le encontraba sentido a nada. Tendría que obligarse a levantarse, ir a su dormitorio y dormir. Y, después, salir de allí. Por el contrario, acunaba su taza de té caliente y miraba la superficie desgastada de la mesa sin hacer nada. No estaba tan segura de que sus piernas fueran a llevarla a ninguna parte. Pedro estaba junto al fuego, de espaldas a ella. No estaba segura de lo que estaba haciendo y tampoco le importaba. Había deseado tanto estar allí... ¿Por qué? Las Ciencias Veterinarias no habían sido un problema para ella. Había soñado con cuidar caballos desde que era niña. Se había puesto a estudiar y a trabajar y lo había logrado. Sin embargo, conseguir un trabajo parecía más complicado. La medicina de caballos era físicamente dura. Los alumnos de la facultad a los que se les daba bien procedían de granjas, eran grandes y fuertes y sabían cómo manejarse. Pero ella lo había hecho, había hecho prácticas y había demostrado que podía hacer lo mismo que hacían esos chicos; utilizaba el cerebro en lugar de la fuerza, era rápida esquivando las coces de los animales y había aprendido un poco a susurrar a los caballos. Todo eso le había funcionado hasta que había salido al mundo real, el mundo del empleo, en el que ningún ranchero quería una rubia de veinticinco años, delgada y con un metro sesenta de estatura. Y del mismo modo, ese tipo en concreto no la quería. Su padre le había organizado el empleo. Ya la había humillado bastante que hubiera tenido que rebajarse a hacer uso de contactos familiares y ahora parecía que ni siquiera con eso era suficiente. ¿Ahora qué? ¿Volver a Nueva York? ¿Buscarse un agradable trabajo cuidando mascotas en Manhattan? A su madre le encantaría. ¿Y a su padre? A él le encantaba que fuera veterinaria, le encantaba que quisiera tratar a caballos, aunque le hubiera encantado más todavía que ella hubiera sido un hijo.


–A ver si esto te apetece más –dijo Pedro colocándole otro plato delante.

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