lunes, 12 de julio de 2021

Duro De Amar: Capítulo 10

El silencio resultaba ensordecedor. Estaba acostumbrada a los sonidos de la ciudad, a las luces de la ciudad que se filtraban por sus cortinas. Allí no había nada. Y si no había nada, tenía que marcharse. De acuerdo. Podía hacer lo que quería su madre, aceptar la derrota y encontrar un empleo cuidando chuchos consentidos en Nueva York. Su madre tenía toda clase de contactos que podrían encontrarle ese trabajo. A diferencia de su padre, al que le había encantado la idea de que trabajara con caballos, y que había utilizado el único contacto que había tenido...  Y que resultaba estar cuarenta años pasado. Y que ese trabajo lo hubiera desempeñado su hijo, no su hija. ¿Qué diferencia había? Nunca había entendido por qué su padre no estaba contento con el hijo que tenía, por qué se había desesperado tanto por tener otro. Del mismo modo, no podía entender por qué era tan importante para Pedro Alfonso que ella fuera una chica.


Le había cocinado un huevo; parecía que estaba acostumbrado a la comida para enfermos. María le había preparado comidas así cuando se encontraba mal y el hecho de que Pedro lo hubiera hecho... No significaba nada. De donde no hay, no se puede sacar. Y tendría que estar con ese hombre la mañana siguiente. Miró el reloj. Las tres de la madrugada. Cuatro horas para largarse de ese lugar y no volver nunca más. ¿Admitir la derrota? Sí, le dijo a la almohada. Sí, porque no tenía elección. Se giró y vió un destello de luz detrás de las cortinas. ¿Sería Pedro yendo hacia el retrete? Pero si estaba al otro lado de la casa. Había alguien ahí fuera. ¿Y qué? Se puso la almohada sobre la cabeza e intentó dormir. 


En Manhattan era mediodía. Estaba totalmente despierta. «La luz. Ignórala. Duérmete». Le picaban las piernas. Había estado demasiado tiempo subida en aviones. «¿Y qué? Duérmete. ¿O qué?». Daisy era una de las mejores yeguas. Ese era su segundo parto y Pedro no se había esperado tener problemas. A las dos y media había sabido que estaba de parto, pero las señales habían sido normales. Había comprobado el estado del potrillo, que tenía un buen latido. Había llevado heno fresco y se había sentado a esperar. Los partos solían ser muy rápidos, normalmente duraban media hora. Pero no en ese caso. La yegua tenía problemas. Y también el potrillo. Su latido era cada vez más irregular. Necesitaba un veterinario. Lo necesitaba ya. Tenía uno dentro de casa, pero... No estaba seguro del todo de si debía o no fiarse de sus credenciales. Además, la había despedido, no podía pedirle ayuda. Pero si no lo hacía... El veterinario del pueblo tardaría una hora en llegar allí y el latido de ese corazón indicaba que no disponía de ese tiempo. Se tragó su orgullo y pensó «Gracias a Dios que le he escalfado un huevo a esa chica». Ella se puso su bata de borrego y salió al porche. Solo para ver, solo porque quedarse metida en la cama le estaba resultando insoportable. Podía ver relámpagos en la distancia, pero la tormenta había pasado. Había dejado de llover. El aire era frío y limpio y necesitaba aire fresco para aclararse las ideas. Salió por la puerta trasera y se chocó directamente con Pedro, que la agarró al instante, aunque ella necesitó de un rato más para recuperar el aliento. Era tan grande... en mitad de la noche. Ese lugar daba miedo. Él era tan grande...


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