martes, 27 de julio de 2021

Duro De Amar: Capítulo 35

 –Pedro, lo siento –le susurró–. Sí, me he pasado de la raya. Sí, tu relación con tu hermana no es asunto mío, pero es que estoy viendo a alguien que intenta ser un huraño, pero no lo consigue. No puedes ser un huraño y reaccionar ante esos niños como lo has hecho hoy. Te gusta la gente. Te importa la gente.


Él la miró desconcertado. Miró sus manos entrelazadas como si no supiera qué estaban haciendo, como si esa conversación se le escapara al entendimiento.


–No me importa –dijo bruscamente–. Si estás aquí, tienes que ceñirte a mis normas. Se suponía que eras el tipo que venía a ayudarme con el trabajo duro, a ayudarme a devolver a este lugar a un punto en el que yo pueda dirigirlo por mí mismo otra vez. Si no puedes aceptar las reglas, entonces márchate. Puedo hacerlo solo.


–Siempre necesitarás un veterinario.


–Puedo llamar a uno del pueblo siempre que lo necesite.


–Perderás caballos.


–Es el precio que tengo que pagar. Cuando este lugar vuelva a ser lo que era, puedo contratar a una plantilla en condiciones y dirigirlo como se debería haber dirigido. Puedo seguir viviendo aquí...


–¿En soledad?


–¿Qué tiene eso de malo?


–Nada –respondió ella testarudamente–, si fueras otro tipo de persona, pero hoy te he visto con esos niños y sé que no eres ermitaño por naturaleza.


–Y yo a tí no te pago para que hagas de psicoanalista.


Seguían dándose la mano y él no se había apartado.


–No soy una loquera, pero sí que soy veterinaria y puedo reconocer el dolor cuando lo veo.


–Pues entonces ve a ver a los caballos y haz eso por lo que te pago. Busca el dolor allí.


–Lo haré –respondió, aunque siguió sin soltarlo.


–¿Paula?


–Umm.


–No hagas esto.


–¿Qué? –preguntó, pero sabía muy bien de lo que estaba hablando. 


Estaba mirándolo aún con las manos entrelazadas y podía ver cómo estaba batallando consigo mismo. ¿La deseaba? ¿Estaba loca? Si la deseara, ella debería salir corriendo. Pero no corrió. Siguió dándole la mano. Esperó.


Eran las cuatro de la tarde. Había caballos que alimentar y a los que dar agua, y tenía que ir al cercado trasero y comprobar cómo se encontraban las yeguas. Por eso, no debería estar junto a su coche mirando a una rubia norteamericana con tendencia a meter las narices donde no la llamaban. No quería tener nada con esa mujer, era un error. Era una mujer cuando lo que él había querido era un hombre. Era todo sonrisas, risas y preocupación por los demás cuando él no quería ninguna de esas cosas. Debería alejarse ya. Debería darle la espalda y cuidar de sus caballos, que no le pedían nada. Pero el problema de alejarse era que, entonces, no podría llegar a besarla. ¡Guau! ¡Besarla! Eso sí que era una locura. Esa mujer era su empleada, era mitad de un lunes por la tarde y había trabajo que hacer. Necesitaba establecer una relación laboral con ella, una relación formal y distante, pero Paula estaba preocupándose por él mientras que nadie más lo hacía. Nadie tenía que hacerlo.


–Pedro...


Y el modo en que pronunciaba su nombre le removía algo por dentro que no debía ser removido. No había sido consciente de que era posible sentirse así. ¿Expuesto? ¿Asustado? No. Lo que estaba sintiendo no era miedo, era algo más profundo, y mucho, mucho más dulce. Era como si la vida lo hubiera acribillado con limones amargos y ahora llegara algo dulce y maravilloso, algo que no había sabido que existiera. Estaba mirándolo con preocupación y esa preocupación estaba confundiéndolo, volviéndolo loco. Era el hecho de que sonriera; hacía sonreír a Nicolás. Era el modo en que bebía cerveza como un hombre y después le sonreía. Eran sus habilidades con los caballos, el modo en que cargaba con los leños, su inesperada fortaleza. Era el modo en que estaba mirándolo, el modo en que el sol resplandecía sobre sus satinados rizos. Tenía los ojos grandes, observadores, y sus manos seguían sujetando las suyas.


–Pedro...


Esa sola palabra lo desarmó y disipó toda cautela. Fuera o no sensato, hizo lo que tenía que hacer. Agachó la cabeza y la besó.

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