viernes, 16 de julio de 2021

Duro De Amar: Capítulo 18

 –Los caballos Werrara son de los mejores caballos para ganado del mundo, tal vez los mejores. Desde que murió mi abuela, mi abuelo no se preocupó más que de los caballos, solo de ellos.


–Mi hermano me buscó este sitio por Internet. Dice que tu abuelo murió el año pasado, pero que el lugar lo llevaba un gestor. Tú eres el propietario, pero no has estado aquí, has estado dirigiendo una empresa de Tecnología.


–También he estado cuidando de mi hermana.


¿Por qué había dicho eso? Había sonado como un estallido. Era un estallido. Y ella lo había oído porque al instante su gesto de guasa se desvaneció.


–Está muerta –le dijo ella y no fue una pregunta.


–Murió –respondió Pedro con brusquedad–. Por depresión y sus consecuencias. No pude ocuparme de ella más de lo que lo hice.


–Seguro que sí. Me imagino lo mucho que la cuidaste y lo siento mucho.


Ella alzó la mirada hacia la casa. Había tres yeguas sobre la colina mirando en su dirección. Su pelaje resplandecía bajo el sol de mediodía. Se las veía perfectamente limpias y cuidadas.


–¿Aprendiste a cuidar de los caballos de pequeño? –le preguntó con un tono suave que él interpretó como un modo de ofrecerle su compasión. Una compasión que no quería. ¿Por qué le habría contado lo de su hermana?–. ¿Aquí?


–Aquí –contestó él con brusquedad. Ya le había contado demasiado.


–¿Te enseñó tu abuelo?


–Lo observé –respondió y, por la expresión de Paula, supo que ella había captado la diferencia.


–Y cuando murió dejaste que el gerente llevara todo esto hasta que tu hermana murió.


–Sí –respondió prácticamente apretando los dientes. ¿Cómo lo sabía?


–Así que ahora has tenido tiempo de cuidar a los caballos, pero no la casa.


–La casa no importa.


–Importa si hay raíces de árboles por los desagües. Importa, si voy a quedarme. Necesito cortinas nuevas para mi habitación. Esta mañana los fontaneros casi han tenido butacas de primera fila.


Él sonrió. Atrás había quedado la emoción y ella volvía a mostrarse díscola y firme. Deliciosa.


–Te compraré unas cortinas –le prometió.


–Vale. ¿Quieres que terminemos con la leña?


A modo de respuesta, él se acercó y le quitó uno de los guantes. Ella apartó la mano, pero no lo suficientemente deprisa porque él se la agarró, le separó los dedos y le dio la vuelta dejando a la vista su palma. Tenía tres ampollas abiertas. Lo sabía. Era una niña de Manhattan que acababa de salir de la facultad. Iba de dura, pero mentía.


–Es suficiente, Paula. Suficiente.


–Quiero este trabajo –fue un susurro y de pronto la emoción volvió a estar ahí–. No te imaginas cuánto lo deseo.


–Pues entonces, endurécete –le contestó mirando la piel abierta y expuesta–. Y no lo hagas matándote a trabajar, hazlo gradualmente, poco a poco. Cuando pasen seis meses estarás cargando leños como el mejor. Por ahora, ve a casa, lávate las manos y descansa.


–Yo...


–Hazlo.


Ella lo miró. Fue un error.

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