viernes, 9 de julio de 2021

Duro De Amar: Capítulo 3

Si la abría, se mojaría. Si la abría, tendría que enfrentarse a lo que había fuera. Él la abrió por ella, con una fuerza que le hizo emitir un grito ahogado. La lluvia caía con estruendo y ella se estremeció.


–¿Se ha perdido? –la voz de ese tipo era profunda, pero no arisca–. ¿Necesita alguna indicación?


«¡Ojalá estuviera perdida!», pensó. Ojalá...


–¿Señor Alfonso? –preguntó intentando no tartamudear–. ¿Pedro Alfonso?


–Sí –respondió él con una repentina incredulidad en la voz, como si no creyera lo que estaba oyendo.


–Soy Pau Chaves. Su nueva veterinaria.


En la vida de Paula había habido silencios y silencios. Los silencios mientras su madre había mostrado su desaprobación por la ropa que se ponía o por lo que hacía; los silencios que seguían a las peleas de su padre y sus hermanos. Los conflictos familiares significaban que a ella la habían criado con silencios, pero eso no significaba que estuviera acostumbrada a ellos. Había ido hasta Australia para escapar de algunos de esos silencios, y aun así ahí estaba, enfrentándose al mayor de ellos. Ese era como el silencio entre el relámpago y el trueno; una sola mirada al rostro de ese hombre y ya sabía que el trueno estaba de camino. Cuando finalmente habló, sin embargo, la voz de Pedro fue gélidamente sosegada.


–Paulo Chaves.


–Sí –«No te pongas a la defensiva», pensó. Pero ¿Qué le pasaba a ese tipo?


–Paulo Chaves, hijo de Miguel Chaves. Miguel, el tipo que fue al colegio con mi abuelo.


Ella introdujo ahí un silencio de su propia cosecha. Hijo de... De acuerdo, ya veía el problema: había confiado en su padre. Pensó en las palabras de su madre. «Pau, tu padre está enfermo. Tienes que comprobarlo todo dos veces...». «Papá está bien, estás dramatizando. No le pasa nada», le había gritado a su madre, a pesar de que mientras le gritaba sabía que estaba negando la realidad. El Alzheimer era un gran agujero negro que estaba engullendo a su padre. No había querido creerlo y seguía sin querer hacerlo. Había confiado en su padre, pero, bueno, ¡No era para tanto! Hombre, mujer, ¡Qué más daba! Había ido allí en calidad de veterinaria.


–¿Creía que era un hombre? –preguntó y vió cómo el rostro que tenía delante se ensombrecía cada vez más.


–Me dijeron que era un hombre. Su hijo.


–Ese ha sido mi padre –respondió como quitándole importancia al asunto–. Un hijo era lo que esperaba, pero yo creía que después de veinticinco años ya vería la diferencia –respiró hondo–. ¿Cree que podría... no sé... invitarme a pasar o algo así? Odio tener que decir esto cuando el hecho de que sea una mujer parece tanto problema, pero más problema todavía es que está lloviendo y no llevo chubasquero.


–No puede quedarse aquí.


La cosa iba mal, y cada vez peor. Pero fuera o no culpa de su padre, era una situación a la que tenía que enfrentarse y más le valía empezar a hacerlo.


–Bueno, tal vez debería habérmelo dicho antes de que me marchara de Nueva York –respondió ella bruscamente y salió del coche. Ya estaba mojada y su temperamento, volátil en el mejor de los casos, estaba saliendo disparado a la estratosfera–. Tal vez ahora no tengo elección.


«Respira hondo, dilo».


–Yo –empezó a decir con un tono que igualaba en frialdad el tono que había empleado él– me encuentro en el extremo de una larga cuerda que se estira hasta Nueva York. He tardado tres días en llegar aquí con un día que parece haber desaparecido en el proceso. Envié una solicitud para este trabajo, envié toda la documentación que pidió. Acepté un visado de trabajo de seis meses por un empleo en una granja de caballos que parece... –miró hacia la casa– que no existe. Y ahora tiene el valor de decirme que no me quiere. Yo tampoco lo quiero a usted, pero parece que estoy aquí atrapada en este lugar al menos hasta que pare de llover, haya comido algo y haya dormido veinticuatro horas. Después, créame, no me verá el pelo. Ahora, déjeme entrar en su casa, dígame dónde puedo dormir y comer y salga de mi vida.

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