miércoles, 28 de julio de 2021

Duro De Amar: Capítulo 37

¿Cómo lo había hecho? Una parte de ella se sentía orgullosa porque había logrado actuar como si el beso no hubiera significado nada, como si besara a tipos todo el tiempo cuando, en realidad, aquello había sido más que un beso. Había hecho parecer que no importaba, pero lo miró a la cara y supo que sí que importaba mucho. Y en cuanto a ella... Sabía que importaba más que nada que hubiera sentido en su vida. «No te enamores del jefe». Oyó el consejo de su hermano retumbando en su cabeza y pensó «Demasiado tarde. Demasiado tarde». ¿Cómo podía haberse enamorado en cuestión de días? No, no se había enamorado, se dijo. Debía de ser por el jet lag, por la soledad, una cuestión de tontería emocional, pero seguiría adelante como si nada hubiera pasado y él también.


–Es verdad –dijo él con una voz que Paula no reconoció–. Los caballos son lo primero.


–Los caballos, eso es –contestó ella con tono alegre y obligándose a sonreír–. Vamos a ello.


–No debería haber...


–Y yo tampoco. Ha sido por cómo has tratado a Camila. No hay nada más sexy que un hombre con un bebé. Recuérdalo para el futuro. Es un milagro que no se te hayan tirado encima todas las mujeres de Wombat Siding. Así que ya basta de hablar del beso y pongámonos con lo que tenemos que hacer. Nos espera un trabajo de seis meses.




Desde ese momento en adelante, la nueva ayudante y veterinaria de Pedro se volcó en el trabajo como si fuera la única cosa del mundo que importara. Trabajó con la velocidad de un hombre y la destreza de dos y lo dejó asombrado. El beso quedó olvidado, o tal vez no del todo. Fue como si hubiera creado nuevas barreras. Sabían lo que pasaría si se las saltaban y los dos preferían mantenerse alejados. Sin embargo, Paula se había relajado. El beso parecía haber despejado el aire y permitirle ser quien era. Trabajaba tanto con alegría como con destreza. Silbaba mientras recorría los cercados como si estuviera en su casa; le encantaban los caballos y se deleitaba con la belleza de ese lugar. Bromeaba con él, se reía de él, le exigía que le enseñara a controlar a un caballo de ganado... Y cada vez que él se subía a uno, ella apoyaba las manos en las caderas y se disponía a observarlo.


–¿Quieres que vuelva a besarte?


¿Estaba tratando el beso como una broma? Pero era lo correcto, admitió él, cuando los días se convirtieron en semanas. El beso había sucedido. Si esquivaban el tema seguiría siendo una barrera entre los dos que impediría una relación normal. Riéndose de ello, podrían seguir adelante. Y eso estaban haciendo.


Cuando había contratado a Paula había esperado recibir una buena ayuda para la granja y esa era una función con la que ella estaba cumpliendo fabulosamente bien; él no tenía más remedio que reconocerlo. Estaba casi totalmente ocupado reconstruyendo las vallas deterioradas. Tal vez si ella hubiera sido un chico, tal vez si el beso no hubiera sucedido, le habría pedido que lo ayudara, pero no pensaba ir por ese camino. No tenía ninguna intención de pasar cada día de trabajo a su lado. Había decidido que si ella se ocupaba de loscaballos y se aseguraba de que las yeguas preñadas se encontraban bien, se ganaría su sueldo, pero eso nunca sería suficiente para esa mujer. Paula elaboró unas listas y pidió madera. Reconstruyó la baranda del porche y él no pudo creerse el trabajo que había hecho. Reparó también los marcos de las ventanas. Debería haber reparado el tejado también, pero ahí Pedro marcó los límites. La vieja pizarra estaba resbaladiza y quebradiza. Ni siquiera él quería subir a arreglarlo, pero ya que ella se negaba a tener una habitación con goteras, contrató a una empresa especializada.


–¡Guau! –exclamó Paula dos semanas después de su llegada. Estaba cocinando pasta, su especialidad, que parecía la única comida que sabía preparar–. Un baño que funciona, un tejado que no gotea y un porche en el que me puedo sentar, ¡qué lujo! Si no tienes cuidado, puede que no te libres de mí.


–Si aprendieras a cocinar, a lo mejor querría que te quedaras – bramó y ella sonrió y le pasó un plato lleno de comida.


–¿Es que los hombres de verdad no comen pasta?


–No todas las noches.


–Una noche sí, otra no –lo corrigió ella–. Por cierto, tus salchichas no están tan ricas.


–Pero hago unos huevos escalfados perfectos. ¿No se supone que a las chicas les gusta cocinar?


–Solo si no les gusta clavar clavos. Mi madre me dijo una vez que si quiero prosperar en la vida no debería aprender jamás ni a cocinar ni a mecanografiar.


–Tus padres parecen unos tipos geniales.


–Sí que lo son, la mayoría de las veces.


–¿Y otras veces no? –no había pretendido preguntarle nada porque tenía claro que no podían cruzar los límites personales, pero la pregunta había salido de su boca sin apenas darse cuenta.


–Otras veces no –respondió ella ya no tan animada.


–¿Quieres contármelo?

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