Ella apartó la vista y él notó la palidez frágil de su piel y el modo vulnerable en que juntaba las manos, como si intentara evitar temblar como una hoja. Lo asaltó el pensamiento traidor de que si había tenido que averiguar la realidad de ella de esa manera, le habría gustado haber recorrido toda la distancia, sacarle los pechos y probarlos, arrancarle el vestido y exponer cada centímetro de su desnudez. Acalló el pensamiento culpable y desagradable, pero su dolo-rosa erección aún le decía lo que no quería oír.
-Te haré el favor de no ser quien aporte la prueba de tu engaño a Federico. Dejaré en tus manos romper el compromiso, de la manera que más oportuna creas.
-Eres muy benevolente, pero, ¿Cómo sabes que es eso lo que quiero hacer? ¿O lo que desea Fede, aunque fueras a verlo y le hablaras... bueno... de un beso...?
No era lo que Pedro había esperado oír.
-Mi hermano puede verse cautivado por palabras bonitas y un aspecto atractivo, pero no creo que mi madre o mi abuelo adoptaran la misma actitud y, por si no lo has notado, mi hermano los tiene a ambos en muy alta estima.
Paula se ruborizó.
-De acuerdo.
-Y que ni se te pase por la cabeza cometer un fraude.
-¿Como cuál?
-Como callarte o, peor, exponer planes para una boda. No funcionará. Estaré en Atenas las próximas semanas, pero en cuanto acabe allí, me pondré en contacto con Fede y me cercioraré de que hayas hecho exactamente lo que te he dicho que hicieras -fue hacia la puerta y la abrió antes de volverse hacia ella-. Apuesto que ahora estás deseando haber aceptado mi oferta original de desaparecer con los bolsillos llenos...
Paula palideció pero permaneció en silencio. ¿Qué sentido tenía responder? Sólo se dió cuenta de lo rígidamente tensa que .estaba cuando él se fue, cerrando la puerta con sigilo a su espalda, tal como haría un amante clandestino. Luego se hundió. Apenas pudo obligarse a ir al cuarto de baño, desvestirse, enfundarse el pijama y quitarse el maquillaje. Pero lo hizo en piloto automático, como un robot. Sus pensamientos eran caóticos, y los peores eran sobre lo que había sentido cuando Pedro Alfonso la había tocado. Toda la percepción que había almacenado inconscientemente se había descargado sobre ella, como una inundación que rompiera las paredes frágiles de un dique mal construido. Lo había deseado tanto, que su cuerpo le había parecido estar en llamas, un fuego desbocado que se había iniciado en lo más hondo de su ser para extenderse hacia fuera, devorando a su paso devastador cualquier atisbo de sentido común. Bajo el confort del ligero cobertor, tembló de forma convulsiva en la habitación a oscuras y se preguntó por qué no se había opuesto. La respuesta era que había estado desesperada por tocarlo y porque la tocara. La aceptación de ese hecho la llevó a emitir un gemido. Se sentía desnuda. Todas las defensas que había erigido a lo largo de los años habían caído de un solo golpe y del modo más terrible posible. Claro que se lo contaría a Federico, pero le dolía el corazón al pensar que Pedro obtendría lo que se había fijado desde un principio, desvaneciéndose de su vida creyendo que era la mujer que se había inventado. Una cazafortunas calculadora que había atrapado a su hermano y que habría llegado hasta el final si él no la hubiera obligado a confesar. Se felicitaría por un trabajo bien hecho. Al final el sueño la dominó, pero fue un reposo inquieto. Había decidido que se lo contaría a Federico al día siguiente, pero, como cabía esperar después de los festejos, se hallaba profundamente dormido cuando ella despertó poco después de las nueve de la mañana, y no tuvo valor para despertarlo. Además, ¿de qué serviría su confesión a esas alturas? Haría que pasara el resto de las breves vacaciones ansioso. Decidió que lo mejor era dejarlo hasta que regresaran a Inglaterra.
Tal como había esperado, la villa se hallaba rebosante de actividad. La gente se marchaba y el vestíbulo enorme estaba lleno con todo tipo de equipaje. Ana estaba ocupada supervisándolo todo, cerciorándose de que el transporte que habían contratado hubiera llegado a tiempo. Paula se mezcló entre los invitados, la mayoría resacosos, sonrió e hizo comentarios sensatos sobre lo magnífica que había sido la fiesta, besó mejillas y emitió las palabras adecuadas acerca de esperar que volvieran a verse. Por suerte, el único miembro del grupo al que no quería ver, no andaba por ahí. Como ella no iba a marcharse ese día, fue a desayunar algo y luego se retiró al rincón más alejado del jardín con un libro y sus pensamientos.
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