Federico le había regalado el vestido que llevaría para la fiesta. Había insistido. Quería que estuviera hermosa y, después de escucharla con cortesía explicarle que podía comprarse algo en unos grandes almacenes, le había señalado de forma razonable que eso no serviría. Estarían rodeados por los ricos y poderosos, y terminaría por sentirse incómoda llevando algo barato y alegre. En ese momento se hallaba delante del espejo de cuerpo entero de la habitación y se inspeccionó sin alegría. El vestido de un rojo borgoña intenso resultaba deslumbrante, igual que la primera vez que se lo probó en Harrods. De hecho, mejor, porque llevaba maquillaje, zapatos de tacón alto y un bolso pequeño que era innecesario pero parecía muy elegante. La espalda caía osadamente hasta la misma cintura, aunque la parte frontal era de un recato engañoso, con unos suaves pliegues que ocultaban el hecho de que no llevaba sujetador. Antes de irse a saludar a todos los amigos y familiares que iban llegando en tandas, Federico le había asegurado que haría que todos giraran la cabeza para mirarla. A ella se le había ocurrido una excepción notable, pero se había contenido de mencionarla, igual que había evitado contarle el intento de su hermano de comprarla. Ya eran las siete y media y la fiesta había comenzado oficialmente media hora antes. Había llamado por teléfono a Inglaterra y hablado con Joaquín, pero ni siquiera el sonido de su voz pudo aflojar el nudo tenso y furioso que le atenazaba el estómago. Pedro sólo iba a estar en la isla un día más. De hecho, menos. Se marcharía a la tarde siguiente, y hasta entonces sería fácil mantenerse fuera de su camino, ya que la casa estaba llena de invitados. La mayoría se iría al día siguiente, pero, mientras tanto, habría suficiente gente entre la que perderse. Abofetearlo no había conseguido nada, aparte de concederle una sensación momentánea de satisfacción.
-Se te excusa una vez por hacer eso -había siseado Pedro, aferrándole la mano con fuerza y atrayéndola hacia él-. Una vez y no más. Y si yo fuera tú, reflexionaría mucho en la proposición que te he hecho, porque, créeme, te marcharás o con el dinero en el bolsillo o sin nada. Pero te marcharás.
Habían regresado a la villa en un silencio cargado, con Paula pegada contra la puerta y mirando por la ventanilla. No parecía tener mucho sentido tratar de convencerlo de que se equivocaba con ella.
-Será mejor que baje -se dijo ante el espejo-. Tampoco voy a esconderme en las sombras.
Salió con la cabeza alta. Un matón sólo era lo poderoso que se le permitía ser. Pedro Alfonso estaba acostumbrado a que todo el mundo cediera para satisfacerlo. Ella no tenía intención de hacerlo. Encontró la enorme sala central llena de invitados. A algunos los había conocido antes, al regresar de la desastrosa excursión turística, pero a muchos más no reconocía en absoluto. Esos invitados no iban a quedarse. Habrían llegado en barco o en helicóptero y se marcharían de la misma manera. Los niveles de ruido reflejaban la atmósfera reinante. Carcajadas y la conversación cálida de personas que no se habían visto en mucho tiempo y se ponían al día. Había imaginado que se sentiría desconocida y se había preparado para una noche de sonrisas educadas y charlas casuales, pero a los pocos minutos descubrió que bajo ningún concepto ése iba a ser el caso. Fue recibida con entusiasmo e interés. Las mujeres la elogiaron por su elección de vestido, los hombres de mediana edad hicieron comentarios inapropiados y rieron con su sentido del humor. Casi todos hablaban un inglés excelente. A Federico no se lo veía por ninguna parte, y a medida que Paula iba de grupo en grupo, charlando un poco con todos, se mantenía atenta a su posible aparición. Se preguntaba por qué no había podido esforzarse más en buscarla, cuando una voz le murmuró al oído precisamente lo que estaba pensando.
-Parece que mi hermano necesita algunas lecciones sobre cómo cuidar a su mujer.
Paula se paralizó, respiró hondo y lentamente se volvió al encuentro de Pedro. Se lo veía absoluta y devastadoramente atractivo. Los pantalones negros eran una concesión a la formalidad de la fiesta, pero llevaba la impecable camisa blanca remangada hasta los codos, en desafío a todos los que, al menos en esa fase de la celebración, habían mantenido el código de etiqueta de chaqueta y pajarita. También él llevaba una pajarita, suelta para poder desprenderse los primeros botones de la camisa.
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