viernes, 15 de diciembre de 2017

Prohibida: Capítulo 17

Federico le había regalado el vestido que llevaría para la fiesta. Había insistido.  Quería que  estuviera hermosa  y,  después de escucharla con cortesía explicarle que podía comprarse algo en unos grandes almacenes, le había señalado de forma razonable que eso no serviría. Estarían rodeados por los ricos y poderosos, y terminaría por sentirse incómoda llevando algo barato y alegre. En ese momento se hallaba delante del espejo de cuerpo entero de la habitación y se inspeccionó sin alegría. El vestido de un rojo borgoña intenso resultaba deslumbrante, igual  que  la  primera  vez  que  se  lo  probó  en  Harrods.  De  hecho,  mejor,  porque  llevaba  maquillaje,  zapatos  de  tacón  alto  y  un  bolso  pequeño que era innecesario pero parecía muy elegante. La  espalda  caía  osadamente  hasta  la  misma  cintura,  aunque  la  parte  frontal  era  de  un  recato  engañoso,  con  unos  suaves  pliegues  que ocultaban el hecho de que no llevaba sujetador. Antes de irse a saludar a todos los amigos y familiares que iban llegando  en  tandas,  Federico le  había  asegurado  que  haría  que  todos  giraran  la  cabeza  para  mirarla.  A  ella  se  le  había  ocurrido  una  excepción notable, pero se había contenido de mencionarla, igual que había evitado contarle el intento de su hermano de comprarla. Ya  eran  las  siete   y  media   y   la   fiesta   había   comenzado  oficialmente   media   hora   antes.   Había   llamado   por   teléfono   a  Inglaterra  y  hablado  con  Joaquín,  pero  ni  siquiera  el  sonido  de  su  voz  pudo aflojar el nudo tenso y furioso que le atenazaba el estómago. Pedro sólo iba a estar en la isla un día más. De hecho, menos. Se marcharía  a  la   tarde  siguiente,   y  hasta  entonces  sería  fácil   mantenerse  fuera  de  su  camino,  ya  que  la  casa  estaba  llena  de  invitados.  La  mayoría  se  iría  al  día  siguiente,  pero,  mientras  tanto,  habría suficiente gente entre la que perderse. Abofetearlo no había conseguido nada, aparte de concederle una sensación momentánea de satisfacción.

-Se  te  excusa  una  vez  por  hacer  eso  -había  siseado  Pedro,  aferrándole la mano con fuerza y atrayéndola hacia él-. Una vez y no más. Y si yo fuera tú, reflexionaría mucho en la proposición que te he hecho, porque, créeme, te marcharás o con el dinero en el bolsillo o sin nada. Pero te marcharás.

Habían  regresado  a  la  villa  en  un  silencio  cargado,  con  Paula pegada contra la puerta y mirando por la ventanilla. No parecía tener mucho sentido tratar de convencerlo de que se equivocaba con ella.

-Será  mejor  que  baje  -se  dijo  ante  el  espejo-.  Tampoco  voy  a  esconderme en las sombras.

Salió con la cabeza alta. Un matón sólo era lo poderoso que se le  permitía  ser.  Pedro Alfonso estaba  acostumbrado  a  que  todo  el  mundo cediera para satisfacerlo. Ella no tenía intención de hacerlo. Encontró la enorme sala central llena de invitados. A algunos los había conocido antes, al regresar de la desastrosa excursión  turística,  pero  a  muchos  más  no  reconocía  en  absoluto.  Esos  invitados  no  iban  a  quedarse.  Habrían llegado  en  barco o en  helicóptero y se marcharían de la misma manera. Los niveles de ruido reflejaban la atmósfera reinante. Carcajadas y la conversación cálida de personas que no se habían visto en mucho tiempo y se ponían al día. Había  imaginado  que  se  sentiría   desconocida  y  se había   preparado  para  una  noche  de  sonrisas  educadas  y  charlas  casuales,  pero a los pocos minutos descubrió que bajo ningún concepto ése iba a ser el caso. Fue recibida con entusiasmo e interés. Las mujeres la elogiaron por  su  elección  de  vestido,  los  hombres  de  mediana  edad  hicieron  comentarios  inapropiados  y  rieron  con  su  sentido  del  humor.  Casi  todos hablaban un inglés excelente. A Federico no se lo veía por ninguna parte, y a medida que Paula iba  de  grupo  en  grupo,  charlando  un  poco  con  todos,  se  mantenía  atenta a su posible aparición. Se  preguntaba  por  qué  no  había  podido  esforzarse  más  en  buscarla,  cuando  una  voz  le  murmuró  al  oído  precisamente  lo  que  estaba pensando.

 -Parece que mi hermano necesita algunas lecciones sobre cómo cuidar a su mujer.

 Paula se  paralizó,  respiró  hondo  y  lentamente  se  volvió al  encuentro de Pedro. Se lo veía  absoluta  y  devastadoramente  atractivo.  Los  pantalones  negros  eran  una  concesión  a  la  formalidad  de  la  fiesta,  pero llevaba la impecable camisa blanca remangada hasta los codos, en  desafío  a  todos  los  que,  al  menos  en  esa  fase  de  la  celebración,  habían  mantenido  el  código  de  etiqueta  de  chaqueta  y  pajarita.  También  él  llevaba  una  pajarita,  suelta  para  poder  desprenderse  los  primeros botones de la camisa.

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