viernes, 1 de diciembre de 2017

Un pacto: Capítulo 54

–Ahora ya te lo has quitado de encima. Cuando uno es joven, siempre comete errores...

–No todos se casan con esos errores...

Él pensó en Jesica. Jamás se habría divorciado de ella, por Martina, pero en su fuero interno sabía lo que había sufrido por los temores de Jesica. Pero ahora lo que importaba era que Paula le había contado con toda su pasión lo infeliz que había sido en su matrimonio.

–Intenta dormir un rato. Y yo asaltaré tu frigorífico mientras.

–No sé qué me ha pasado. No hablo nunca de Pablo.

–Simplemente lo has hecho. Duérmete, Pau.

Torpemente, Paula acomodó las almohadas. Como ruido de fondo se oían las pisadas de Pedro yendo a la cocina. Nunca le había hablado a Sofía sobre su matrimonio. ¿Por qué se lo había contado a Pedro? A él, que le había dicho que la amaba, como Pablo.

Los siguientes tres días se le hicieron eternos. Parecía mentira que un músculo dislocado pudiera limitarle tanto los movimientos. No estaba acostumbrada a la inactividad. Pedro, en cambio, parecía pasárselo bien. Había trasladado las llamadas urgentes a su número de teléfono, de manera que cuando sonaba el teléfono nunca se sabía si era para él o para ella. Había usurpado su cocina, preparando comidas gastronómicamente interesantes, y muy comestibles, y se había puesto a hacer algunas reparaciones en la casa. El área de Paula estaba fuera de la casa, así que allí, no había mucho que reparar. Era muy considerado, y jamás daba golpes de martillo o hacía ruido con la sierra si pensaba que ella estaba descansando. Por cualquier lugar que mirase, había puesto su marca en la casa: un manillar nuevo en la puerta del baño, escayola en una grieta del salón, un cristal roto reemplazado por otro nuevo... ella sabía que no podía quejarse, y sabía también que se estaba volviendo loca por él.

Al cuarto día su músculo ya estaba mejor. Pero cada tanto le volvía a la mente las imágenes de Pablo, lo que le había costado hacerlo marchar...  Pedro no era Pablo, lo sabía, o por lo menos su cabeza lo sabía. Aunque parte de la frustración tenía que ver con lo físico. Porque desde el primer día Pedro se había instalado en la habitación de invitados, sin siquiera discusión. Pero ella no podía evitar mirarlo con deseo. Tenía ganas de echársele encima. Aunque saltar, en ese estado, era imposible. Pero el problema no era sólo la abstinencia sexual. Pedro no disimulaba lo cómodo que se sentía en su casa, con ella. La amaba, y quería que se acostumbrara a ello, había dicho. Uno se podía acostumbrar a unos nuevos zapatos... ¿Pero por qué iba a tener que acostumbrarse ella a esa idea, si no pensaba cambiar los términos del trato? Pedro se iría ese mismo día, decidió, cepillándose el pelo. El doctor Fowler había dicho cuatro días. Era hora de volver a la normalidad. Miró al hombre que estaba de espaldas a lo lejos. Parecía Pablo.

Él estaba pensando cómo arreglar el cristal de la ventana sobre el fregadero, cuando oyó la respiración de Paula, y se volvió:

–¿Estás bien? –le preguntó.

 –Por un momento pensé que eras Pablo.

–No lo soy.

–Sería por la luz... Te parecías a él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario