viernes, 22 de diciembre de 2017

Prohibida: Capítulo 34

Paula sintió como si alguien hubiera decidido darle un martillazo en el tobillo. ¿Cómo había sucedido? Un minuto corría hacia la puerta de  entrada  como  perseguida  por  todos  los  perros  del  infierno  y  al  siguiente  la  había  abierto,  dado  un  paso  y  ¡Bang!  Cayó,  fallando  el  pequeño escalón que llevaba al sendero de entrada. El mismo por el que a diario le advertía a Jamie que sorteara con cuidado.

 -¿Qué ha pasado? -él se arrodilló a su lado.

Paula le dedicó una mirada amargada.

-¿Tú qué crees? -exclamó-. Tropecé. Pero estoy bien -realizó un esfuerzo valeroso por incorporarse, pero de inmediato volvió a caer.

-No seas tonta -sin esperar una respuesta, la alzó en brazos y la llevó de vuelta a la casa, cerrando con el pie. Fue al salón, donde la depositó con gentileza en el sillón-. Bueno. Echemos un vistazo.

Paula no tenía que mirar para saber que el tobillo comenzaba a hinchársele. Clavó la vista al frente para luchar contra el impulso de quejarse  como  una  niña  del  dolor.  Sólo  arriesgó  a  bajar  los  ojos  cuando sus dedos gentiles le inspeccionaron el pie.

-No me gusta -la miró brevemente.

Desde luego, era un cambio tenerlo literalmente a sus pies, pero sentía  demasiado  dolor  como  para  apreciar  su  propio  humor.  Tenía  las manos cerradas y las uñas clavadas en las palmas.

-Gracias por esa opinión  -comentó  a  través  de  dientes  apretados-,  pero,  lo  creas  o  no,  yo ya había  llegado  a  la  misma  conclusión.

 -Te daré unos  analgésicos,  luego  voy  a  tener  que  llevarte  a  Urgencias.

-¿Has  olvidado  la  pequeña  cuestión  del  niño  de  cinco  años  que  duerme arriba?

-¿Hay  alguien  que  pueda  quedarse  con  él?  ¿Quizá  un  vecino?  ¿Quién  lo  cuidó  cuando  fuiste  a  Grecia para jugar a ser  la  pareja  amorosa de mi hermano?

 Paula soslayó el tono burlón.

-No conozco a ninguno  de  mis  vecinos.  Al  menos  no  lo  bastante  bien  como  para  pedirle a alguno que venga a pasar una noche para cuidar de Joaquín, y Rebecca vive en el centro de Brighton. Ella se quedó aquí una semana para hacerme el favor, pero no está cerca -hizo una mueca-. Necesito unos analgésicos. Están en la encimera de la cocina.

Pedro se  puso  de  pie  ceñudo,  y  cuando  regresó  un  par  de  minutos  más  tarde  con  un  vaso  de  agua  y  dos  grageas,  había  desarrollado la única solución.

-En  ese caso,  tendremos  que  despertar  a  tu  hijo  y  llevarlo  con  nosotros.

-Mi pie puede esperar  -el  martilleo  se  había  mitigado  a  unos  pinchazos  desagradables. 

Con  un  poco  de  suerte,  los  analgésicos  erradicarían  lo  peor,  permitiéndole  descansar  un  poco  y  poder  ir  a  Urgencias  a  la  mañana  siguiente.  Comenzó  a  decírselo,  pero  él  se  puso a mover la cabeza antes de que hubiera acabado.

-Este pie  tiene  que  ser  examinado  ahora,  esta  noche.  Si  no  puedes o no quieres ir a ver a un médico, entonces un médico tendrá que venir a verte a tí.

 -Es improbable  que  un  médico  salga  para  hacer  una  visita  un  domingo  por  la  noche.  Los  analgésicos  me  ayudarán  a  pasar  la  noche...

 -Los analgésicos están diseñados para el dolor de cabeza, Paula, no un posible tobillo roto.

-¡No  está  roto!  -chilló. 

No podía  permitirse  el  lujo  de  la  inmovilidad,  no  con  un  hijo  activo  de  cinco  años  al  que  había  que  llevar al colegio, alimentar, bañar y divertir.

 -¿Cuál es el número de tu ambulatorio?

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