Paula sintió como si alguien hubiera decidido darle un martillazo en el tobillo. ¿Cómo había sucedido? Un minuto corría hacia la puerta de entrada como perseguida por todos los perros del infierno y al siguiente la había abierto, dado un paso y ¡Bang! Cayó, fallando el pequeño escalón que llevaba al sendero de entrada. El mismo por el que a diario le advertía a Jamie que sorteara con cuidado.
-¿Qué ha pasado? -él se arrodilló a su lado.
Paula le dedicó una mirada amargada.
-¿Tú qué crees? -exclamó-. Tropecé. Pero estoy bien -realizó un esfuerzo valeroso por incorporarse, pero de inmediato volvió a caer.
-No seas tonta -sin esperar una respuesta, la alzó en brazos y la llevó de vuelta a la casa, cerrando con el pie. Fue al salón, donde la depositó con gentileza en el sillón-. Bueno. Echemos un vistazo.
Paula no tenía que mirar para saber que el tobillo comenzaba a hinchársele. Clavó la vista al frente para luchar contra el impulso de quejarse como una niña del dolor. Sólo arriesgó a bajar los ojos cuando sus dedos gentiles le inspeccionaron el pie.
-No me gusta -la miró brevemente.
Desde luego, era un cambio tenerlo literalmente a sus pies, pero sentía demasiado dolor como para apreciar su propio humor. Tenía las manos cerradas y las uñas clavadas en las palmas.
-Gracias por esa opinión -comentó a través de dientes apretados-, pero, lo creas o no, yo ya había llegado a la misma conclusión.
-Te daré unos analgésicos, luego voy a tener que llevarte a Urgencias.
-¿Has olvidado la pequeña cuestión del niño de cinco años que duerme arriba?
-¿Hay alguien que pueda quedarse con él? ¿Quizá un vecino? ¿Quién lo cuidó cuando fuiste a Grecia para jugar a ser la pareja amorosa de mi hermano?
Paula soslayó el tono burlón.
-No conozco a ninguno de mis vecinos. Al menos no lo bastante bien como para pedirle a alguno que venga a pasar una noche para cuidar de Joaquín, y Rebecca vive en el centro de Brighton. Ella se quedó aquí una semana para hacerme el favor, pero no está cerca -hizo una mueca-. Necesito unos analgésicos. Están en la encimera de la cocina.
Pedro se puso de pie ceñudo, y cuando regresó un par de minutos más tarde con un vaso de agua y dos grageas, había desarrollado la única solución.
-En ese caso, tendremos que despertar a tu hijo y llevarlo con nosotros.
-Mi pie puede esperar -el martilleo se había mitigado a unos pinchazos desagradables.
Con un poco de suerte, los analgésicos erradicarían lo peor, permitiéndole descansar un poco y poder ir a Urgencias a la mañana siguiente. Comenzó a decírselo, pero él se puso a mover la cabeza antes de que hubiera acabado.
-Este pie tiene que ser examinado ahora, esta noche. Si no puedes o no quieres ir a ver a un médico, entonces un médico tendrá que venir a verte a tí.
-Es improbable que un médico salga para hacer una visita un domingo por la noche. Los analgésicos me ayudarán a pasar la noche...
-Los analgésicos están diseñados para el dolor de cabeza, Paula, no un posible tobillo roto.
-¡No está roto! -chilló.
No podía permitirse el lujo de la inmovilidad, no con un hijo activo de cinco años al que había que llevar al colegio, alimentar, bañar y divertir.
-¿Cuál es el número de tu ambulatorio?
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