miércoles, 6 de diciembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 62

–Estoy muy apartada de todo ese mundo. Tengo muchas cosas en la cabeza ahora mismo –y con una sonrisa fresca y sincera le dijo–: Te deseo que seas feliz, Pablo. Y ahora será mejor que siga mirando las esculturas, así puedes conversar con tus seguidores.

Lo dejó de pie, con la boca abierta. Y esa vez había sido un «adiós» definitivo, lo sentía. ¿Cómo era que le había dado tanto poder sobre su vida? Ahora no tenía el más mínimo efecto sobre ella... Pedro había tenido razón. Pablo la había constreñido, la había infravalorado para controlarla. Y ella había creído que el matrimonio significaba constricción. En cambio Pedro la amaba tal cual era, pensó con alegría. Se sentía libre por fin. Al llegar a su casa empezaron a caer los primeros copos de nieve. Se alegró. Iba a encender el fuego y dejarlo encendido todo el fin de semana. Se sentía una mujer nueva.

Las puertas ya no chirriaban porque Pedro las había arreglado, y Paula las miraba como si fueran el conjuro de su presencia. Pedro no era como Pablo. La amaba. Y ella lo había apartado de su vida. Se acercó a la ventana y miró la nieve, que ya había formado una capa sobre el suelo. De pronto se sintió triste. Se dió cuenta de que había perdido su única oportunidad de ser feliz. Había cometido un gran error.

 Ella amaba a Pedro. Claro que lo amaba, con todo su corazón. Y probablemente lo amaba desde la primera noche que habían pasado juntos. Pero había estado demasiado aferrada a su pasado para reconocerlo. Puso más leña. El viento azotaba con furia las ramas de los árboles del jardín. Era una tarde muy oscura. Lentamente se fueron iluminando todas las farolas. Se sentó en la mecedora, con el corazón encogido de tristeza. De pronto se dió cuenta de que se estaba equivocando nuevamente. Porque pensaba que igual que Pablo se había ido y la había dejado de amar, Pedro ya no la amaría después de haberse marchado. No perdió un minuto más. Buscó el número de teléfono de Toronto, y llamó. A la cuarta vez que sonó, saltó el contestador. Entre lágrimas, esperó a que sonara el pitido para dejar el mensaje, y dijo:

–He visto a Pablo hoy. Y tenías razón. Eso era lo que debía hacer. Pedro, te amo. No me había dado cuenta de ello hasta hoy. Por favor, no te enfades conmigo, y ven a Halifax cuanto antes –hizo una pausa para tomar aliento, y luego dijo–: ¡Oh, soy Paula! Es sábado por la noche. Pero no voy a decirte adiós porque no quiero volver a decírtelo nunca más. Voy a decirte hola, hola y hola el resto de mi vida.

Estaba llorando. Dejó el auricular y se sonó la nariz. Después fue arriba a cambiarse. Pasó la tarde. Llamó a Sofía para contarle lo que había pasado. Rafael ya estaba en casa, aunque había tenido un viaje atroz desde el aeropuerto. Cenó sola, y miró cada rato por la ventana. ¡Cuánto deseaba que Pedro volviera a casa y escuchara su mensaje! ¿Habría salido? Al fin y al cabo era sábado por la noche. En un impulso, decidió llamar a Ana. Ana sabría dónde estaría Pedro. Pero no consiguió hablar. Las líneas parecían estar mal.

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