¿Se habría visto Federico atraído por eso? Escuchó distraído el sonido de pisadas que se perdía escaleras arriba. ¿Habría encontrado su hermano a ese boceto de madre e hijo demasiado difícil de resistir? Si a la ecuación se añadía el hecho de que la madre en cuestión tenía el rostro de un ángel y un cuerpo que le negaba, ¿Le habría sido imposible alejarse? Algo en el cuadro no encajaba, pero cuando intentó analizarlo, descubrió que su mente se desperdigaba. Pensaba en la expresión de ella al abrazar a su hijo, en el modo en que esos brazos esbeltos podían ser fuertes y dar apoyo, en los ojos que habían mostrado su orgullo como madre. Chasqueó la lengua con frustración y centró la mente otra vez en la tarea que lo ocupaba, que era averiguar si había roto el compromiso. Había preparado dos tazas de café cuando Paula regresó a la cocina.
-Sigues aquí -comentó, de pie en el umbral, los brazos cruzados.
-No esperarías que me marchara, ¿Verdad? Te he preparado café. Con leche, sin azúcar. ¿Es así como lo tomas?
Paula no contestó. Se sentó en la silla frente a él, lo más alejada posible, y suspiró con gesto cansado.
-Ya no puedo pelear más contigo -apoyó el mentón en las manos y lo miró.
-Yo tampoco quiero pelear, pienses lo que pienses.
-Lo sé -le dedicó una sonrisa débil-. Lo único que quieres es que me largue de la vida de tu hermano, para no poner mis pequeñas y codiciosas zarpas sobre sus millones.
Pedro se acaloró. Después de todo, sólo decía lo mismo que él había estado pensando, pero de una manera que hacía que pareciera el villano y ella el cordero al que iba a sacrificar. Sin embargo, debía reconocer que sí parecía extenuada. En vez de lanzarse a otro ataque, decidió que no haría ningún daño aflojar un poco el ritmo. Un negociador inteligente sabía que la oportunidad del momento lo era todo. Se reclinó.
-Tienes un hijo guapo.
-¿No quieres decir un artículo guapo?
-Me disculpo por eso. Fue un simple error de locución.
-¿Sí? Bueno, de todos modos, no importa -bebió un sorbo de café, asombrosamente rico. O quizá era ella la que estaba asombrosamente cansada y cualquier cosa caliente le sabía bien. La luz fluorescente de la cocina hacía que todo resaltara, y en ese momento no lo necesitaba. Era lo bastante perceptiva sin la ayuda adicional de esa luz brillante. Se levantó con la taza en la mano-. Me voy al salón. Me voy a beber este café y luego te vas a marchar -no le dió oportunidad de que respondiera.
Había anochecido y cerró las cortinas, luego fue al sofá, se acurrucó en un extremo y observó con cautela cómo Pedro ocupaba el mullido sillón que había junto a la puerta.
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