miércoles, 5 de abril de 2023

Una Esperanza: Capítulo 70

La mitad del pueblo sacó sus barcas y botes para buscar a Valentina. No iba a ser fácil, aunque la noche era clara. Empezaron en la zona más próxima a la casa. No había que bajar mucho por el río para que éste se ensanchara. Era un lugar muy concurrido los fines de semana. Pedro encendió el reflector y lo enfocó hacia la playa. Bruno se había ofrecido a llevarlos en su ferry. Uno de los policías había intentando convencerlo para que se quedara en casa, pero él no se iba a quedar parado mientras pudiera hacer algo por encontrarla.


–¡Valentina! –gritó con una voz cada vez más ronca.


El foco se movía y no alumbraba donde él quería. Le dolía el brazo y sus ojos empezaban a cansarse.


–Pedro, ¿Por qué no te sientas un rato y descansas? –le sugirió Paula.


–No puedo. Mi hija lleva cinco horas perdida. ¿Cómo voy a descansar? ¿Eh? ¡Dímelo tú!


Ella le quitó la linterna de las manos.


–Yo me ocupo de mirar un rato, ¿Vale?


Se sentía fatal, como padre, como marido y como compañero de Paula. Sentía que era un fracaso. Sabía que tenía que haberle dicho la verdad a su hija y no hacerle creer que Valentina no se iría.


–¡Veo algo! ¡Allí, cerca del bote grande!


El grito de Paula hizo que abriera los ojos de golpe. Vieron la barca al lado de un gran yate, estaba suelta.


–¡No!


Sabía que, si se había caído al agua, no tendría posibilidades de sobrevivir.


–No quiere decir nada, Pedro, puede haberse soltado sola. A lo mejor ni siquiera usó la barca –le dijo Paula abrazándolo–. Mírame –añadió con seguridad.


Él levantó la vista.


–No vamos a desesperarnos. Valentina siempre anda con prisas. A lo mejor no la ató bien. O…


–¿En qué estás pensando?


–Acabo de acordarme del picnic que hicimos, cuando la barca casi se escapa.


–¿Crees que salió de la barca y se le olvidó atarla?


–No, es más que eso. Ese sitio le encantó, decía que quería construir allí un campamento…


–¡Bruno! –gritó Pedro–. ¡Río arriba tan rápido como puedas! Te diré exactamente dónde cuando nos acerquemos más.


Permanecieron abrazados hasta que llegaron a ese sitio. Pero no terminaban de acercarse a la orilla. Sin poder esperar más, Pedro saltó del barco y comenzó a vadear hasta la orilla. Ella agarró la linterna, miró el río y lo siguió. El agua estaba helada. Caminó deprisa hasta llegar a donde estaba él, ya en la playa. Le entregó la linterna.


–¡No encuentro el sitio! Todo parece distinto en la oscuridad.


–Pedro, no puedo…


En ese instante golpeó algo duro y tropezó. Se arañó las palmas de las manos, pero no gritó. Sólo le importaba encontrar a Valentina.


–¿Paula?


–He tropezado con una maldita roca.


Intentó levantarse y limpiarse las manos.


–¡Pedro!


–¿Te has hecho daño? –preguntó él acercándose con la linterna.


–Sí. No. No importa. ¡Éste es el sitio! Donde hicimos el fuego.


–¿Estás segura?


–Sí, ésta es la roca en la que nos sentamos.


–¡Es verdad! Entonces…


Paula no lo esperó y fue hasta el arbusto que Valentina había llamado su «Guarida». Entonces se oyó una rama romperse y los dos se quedaron helados.


–¿Valentina?


Pedro iluminó el sitio donde estaba Paula. Ella pudo distinguir la forma de una niña acurrucada. No pudo evitar empezar a llorar.


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