miércoles, 2 de febrero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 37

 –No querría tener que preguntar en la tienda dónde está todo esto. Co… mi… no –leyó.


–¿Comino?


–¿Qué es?


–Una especia.


Pedro se rascó la frente.


–¿Lo ves? Yo creía que era un producto de higiene femenina.


–¡Pedro, eres la pera! ¿Cómo se te ocurre decir eso?


–¿Y tú por qué te ríes?


–Tengo los dientes apretados. No es una sonrisa. No me gustan los comentarios de mal gusto.


–Hablas como si acabaras de salir de una escuela para señoritas. No te tomes la vida tan en serio, Paula. Se acaba en un abrir y cerrar de ojos.


Sus palabras le molestaron doblemente porque era lo mismo que se había dicho ella un momento antes.


–Esto está como siempre –dijo Pedro cuando entraron en el pueblo por Lakeshore Drive. 


Flanqueaban la calle hermosas casas victorianas que desembocaban en un arco de madera que marcaba el inicio de Main Street. La casa de Paula quedaba a tres kilómetros y a un mundo de distancia de Chaves Beach. A un lado de Main Street se sucedían comercios, tiendas de antigüedades y heladerías, y allí se podían alquilar bicicletas y motos. De las antiguas farolas colgaban cestas rebosantes de petunias. Al otro, un bosquete de álamos de Virginia rodeaban el parque, y bajo sus ramas se habían colocado mesas de picnic para disfrutar de su sombra y sobre la arena que se extendía hasta la orilla del lago.


–Tan encantador como siempre –corrigió ella.


–Adormilado. No. Agotado, mejor.


Las tiendas abrían por la tarde durante el verano, pero en aquel momento estaban cerradas, los toldos de brillantes colores recogidos, las mesas y las sillas de las terrazas apiladas contra las paredes. Había dos adolescentes sentados a una de las mesas de picnic. Seguro que los dos llevaban camisas de Wild Side. Dejaron atrás el centro del pueblo. La carretera cortaba en dos una zona residencial. Paula adoraba aquel pequeño pueblo, fundado por su abuelo. Aquella parte tenía hermosos bulevares sombreados por árboles añejos, y en ella se mezclaban casas habitadas todo el año y encantadoras residencias de verano. Bajo las altas copas, a la luz del atardecer, los chicos habían colocado redes y jugaban al hockey en la calle, y se oyó el grito de «¡Coche!» antes de que corrieran a quitar las porterías.


–Seguro que eso no lo ves en la ciudad.


–¿Lo ves? Sigues creyendo en los cuentos de hadas.


–No creo que sea tan cuento –se defendió–. Esta ciudad, mi casa, el lago, me dan la sensación de estar rodeada por una especie de santuario. Me dan seguridad. De cosas que no cambian.


En unas semanas, en cuanto la primavera se fundiera con el verano, el lago cobraría vida. La playa de Main Street, que Paula podía ver desde su pantalán, aparecería salpicada de sombrillas de brillantes colores, generaciones reunidas para disfrutar: Bebés rollizos con sombrero llenando cubos de arena, madres untando de protección solar a sus hijos y ofreciendo patatas fritas y refrescos, abuelas y abuelos adormilados a la sombra, o pasando perezosamente las páginas de un libro.


–Yo tampoco cambio. Sigo tan incorregible como siempre.


–¿Es que nunca estás serio?


–No veo para qué.


–Me encanta este pueblo –recondujo la conversación–. ¿A quién no le gustaría?


Añadido al encanto que tenía en sí Chaves Beach, Paula tenía su propio sueño, tejido en la trama de la paz, la belleza y los valores de aquel pueblo. Era allí donde su sueño debía florecer, pensara lo que pensara Malena Johnson.


–¿A quién podría no gustarle?


–Lo mucho o lo poco que te guste Chaves Beach depende de tu pedigrí.


–Eso no es cierto.


–Mira quién habla. La que tiene el pedigrí adecuado. No tienes ni idea de lo que es ser un chaval del otro lado de la calle en Chaves Beach.

No hay comentarios:

Publicar un comentario