miércoles, 16 de febrero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 62

 -Como adulto puedo entenderlo, porque no teníamos mucho. Mi padre trabajaba en la construcción de un pueblo, no muy distinto a Chaves Beach. No ganaba mucho, así que vivíamos con humildad en una casa muy pequeña. A medida que fui creciendo, fui dándome cuenta de que era distinta a las casa de mis amigos: sin lavavajillas, sin ordenador, ni equipo de música, ni una gran pantalla de televisión. Nos calentábamos con una estufa de leña, los muebles estaban decrépitos y ni siquiera teníamos cortinas en las ventanas. Lo cierto es que no sé si mi padre no podía permitirse nada de todo eso, o es que le daba igual. Él adoraba la vida al aire libre. Desde que pude andar, me recuerdo yendo detrás de él por los senderos del bosque. Si lo miro desde el presente, creo que, para él, eso era su hogar: Estar fuera de casa con el rifle, la caña de pescar o un cubo en el que recolectar moras. Y yo con él. Mi madre se marchó en busca de algo más, y no tengo la sensación de que aquello me traumatizara, ni nada por el estilo. Mi padre se las arreglaba bastante bien para ser como era. Me llevaba al colegio, me mantenía aseado, cocinaba comidas sencillas y, cuando me hice lo bastante mayor, me enseñó a ayudar con las tareas. Éramos un equipo. Mi madre nos llamaba y nos escribía, y venía a vernos por Navidad. Siempre traía montones de regalos y de historias sobre sus viajes y aventuras. Le encantaba decirme «te quiero», pero incluso entonces yo ya me daba cuenta de que detestaba la forma de vida de mi padre, y puede que incluso a él por vivir satisfecho con tan poco. Cuando se marchaba, siempre estallaban los gritos entre ellos por la falta de ambición de él y la falta de responsabilidad de ella. Verla llegar me llenaba de felicidad, una felicidad que se tornaba en culpa y alivio cuando se marchaba. Hasta que encontró ese «algo más» que andaba buscando. Literalmente. Encontró a un tío muy, muy rico. Yo tenía ocho años, y vino a buscarme para llevarme a Toronto a que estuviera unos días con ella y con Walden, su marido. Tenían una mansión en una zona llamada Bridle Path, o también conocida como la Calle de los Millonarios. Me compraron una bici, había un ordenador en cada habitación, piscina y hasta una sala de cine. Aquella primera vez en que fui a visitarlos, no podía esperar a volver a mi casa. Pero lo que no sabía era que esa visita era la primera etapa de una ofensiva a gran escala. Comenzó a llamarme todas las noches y a preguntarme por qué no me iba a vivir con ellos. Con ellos, que podían darme tantas cosas más. «Te quiero», me decía. «Te quiero, te quiero, te quiero». Lo que yo nunca entendí fue cómo fue capaz de minar a mi padre, y de convencerme a mí que solo su amor era el bueno. Me hacía preguntas sobre cómo vivíamos mi padre y yo para sacarle todos los defectos. Me decía: Los niños pequeños no tendrían que prepararse la cena». O lavar la ropa. O cortar leña. O, adoptando un tono sorprendido, exclamaba: ¿Que ha hecho qué? ¡Oh, Pedro, si tu padre te quisiera de verdad, tendrías ese ordenador nuevo que tantas ganas tienes de tener! No te ha contado que él se ha comprado un rifle nuevo, ¿Verdad?. En una ocasión le conté que mi padre no me dejaba jugar al hockey porque no podíamos permitírnoslo, a lo que ella volvió a criticar, como siempre, las prioridades de mi padre. Luego me dijo que ella me pagaría las mensualidades para que pudiera jugar. Yo, por supuesto, me puse loco de contento y corrí a contárselo a mi padre en cuanto colgué. «¡Papá, que sí voy a poder jugar al hockey este año! ¡Que lo paga mamá!, le dije.

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