viernes, 18 de febrero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 68

 –Pedro, yo estaba loca de miedo. Sabía que Mamá sabría dónde encontrarte, en caso de que decidiera decírtelo. Incluso crucé el césped para ir a su casa, pero cambié de opinión. Supuse que, si volvías, no sería por amor, y que te sentirías atrapado.


–Tenía derecho a saberlo.


–Sí –contestó en voz muy baja–. Lo tenías. Y supongo que al final habría acabado haciendo ese viaje de miles de kilómetros a tu casa. Pero el bebé murió, y mi dolor era tan grande que la última persona en la que quería pensar era en tí.


Pedro no dijo nada. Sentía que ese mismo dolor estaba creciendo en su interior. Su hijo. El hijo de los dos. Saberlo hacía que su vida pareciera irreal.


–¿Cuándo ibas a contármelo? –le preguntó.


–Pronto –respondió–. Había pensado esperar a que pasara este día, y si no volvías, iba a llamarte. Sabía que había llegado el momento de confiar en tí.


La miró, y supo que era verdad. Como también supo que tenía que estar a la altura de la frágil confianza que le estaba ofreciendo. Aquello había sido su secreto, su dolor intenso e íntimo, pero ya no. Aquel dolor iba a ser un lazo indestructible entre los dos. Algo que ellos, y solo ellos, conocerían en toda su extensión y profundidad. Tenía algo en las manos y tiró suavemente de ellas para dejarlo al descubierto. Era una caja pequeña.


–La traigo siempre que vengo.


–¿Puedo mirar?


Su voz sonaba ahogada y Paula asintió, con las lágrimas rodándole por las mejillas. Dentro había un par de deportivas diminutas, con un osito bordado en un lado. Y la imagen de una ecografía. Se llevó una de las zapatillas a los labios. No había llorado desde que su padre murió, y lloró entonces, en el Día de la Madre, por el hijo que habría podido tener. Entonces se dió cuenta de lo que de verdad le estaba pidiendo: Que compartiera con ella aquel amor que tanto tiempo había llevado sola. Se juró que jamás volvería a quedarse sola con él. Nunca. Se les estaba ofreciendo la posibilidad de redimirse, de que de un mal saliera un bien. La oportunidad de que creciera amor en un jardín en el que había medrado la pena. Estuvieron allí sentados un buen rato, las manos entrelazadas, con los sonidos de la fiesta llegándoles desde lejos.


–Sabes que, si te hubiera pedido que te vinieras conmigo, no lo habríamos logrado, ¿Verdad?


–Sí, lo sé.


–Pero creo que ahora tenemos la oportunidad.


Paula lo miró con los ojos muy abiertos. Pedro sentía en aquel momento lo que nunca habría podido experimentar siendo un joven resentido: La complejidad de amar a alguien.


–Te estoy pidiendo que te cases conmigo, Pauli. Te quiero tanto que ando medio loco.


–Sí –susurró, pero se aclaró la garganta para repetir–: Sí.


–¿Sabes una cosa, Paula? –continuó, con la voz cargada de emoción–. No todo va a ser como andar por ahí en una bici para dos. Sufriremos, nos enfadaremos… En mí hay partes tan sensibles que se inflamarán en cuanto las toques. Va a ser un ejercicio de los que duran toda la vida: Construir la confianza.


Ella apoyó la cabeza en su hombro.


–Sé dónde me estoy metiendo.


La luz de la luna se reflejaba en sus ojos y vió que brillaban, radiantes.


–Yo creo que sí que lo sabes.


Pedro la tomó en brazos y, mientras ella se derretía en ellos, le dio las gracias a Dios por haberle concedido una segunda oportunidad.

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