viernes, 18 de febrero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 67

Qué maravillosamente bien le sentaron aquellas palabras. Mamá lloraba, como la mayor parte de la audiencia. Buscó a Paula con la mirada. No fue difícil encontrarla con su brillante vestido rojo. Se había cubierto la cara con las manos y lloraba. Pedro se dió cuenta en ese segundo de que tenía una nueva misión en la vida. No había matado a su padre, pero era posible que hubiera contribuido a su muerte. Eso no podía cambiarlo, pero sí podía intentar redimirse. Podía pasarse el resto de la vida intentándolo, compensando todo lo que había hecho mal, amando a Paula. Y a sus hijos. Creyendo que el amor era una luz que, cuando brillase con la suficiente intensidad, ahogaría la oscuridad. La arrasaría. Paula seguía sin estar bien, cuando debería sentirse en su elemento rodeada de gente. Había organizado algo increíble, pero seguía llorando y, de pronto, la vió dar media vuelta y perderse en la noche. Esperó a que volviera, en particular cuando Engelbert tomó el micrófono y se apartaron las mesas para que diera comienzo el baile. Mamá estaba al pie del escenario y lanzó su chal a los pies del cantante, que se secó la frente con él y se lo devolvió. Parecía a punto de morir de felicidad. Omar Boylston se acercó a sacarla a bailar. Desde luego, si estaba mal de salud, en aquel momento no daba síntomas de ello. Aquella velada estaba teniendo algo de mágico. Los hijos adoptivos de Mamá habían sido los primeros en ocupar la pista de baile, abrazando su mismo entusiasmo por la vida, sacando a los demás a bailar, personas que a veces los habían mirado por encima del hombro por ser el desecho acogido en casa de Mamá. Paula había hecho lo que mejor sabía hacer: unir a la gente. Y de pronto lo comprendió todo. Documentos sobre la mesa del salón que no quería que viese. Una recalificación que tenía a los vecinos soliviantados. La Casa de Juan: un refugio para madres solteras. Su felicidad teniendo en brazos a aquellos bebés. El Día de la Madre, un día duro para ella. Malena se sentía superior a ella, sus amigos la habían abandonado, no había ido a la universidad, se había marchado de allí para volver después, cambiada.


–Dios mío… –musitó, y salió corriendo.


Menos mal que la tarde aún conservaba un poco de luz. Si hubiera estado un poco más oscuro, no la habría visto. Pero su vestido rojo había sido como un faro entre la vegetación de detrás de su casa. Se encaminó hacia el faro como si fuera un marinero perdido en el mar, hasta un claro detrás de su casa en el que había un banco de piedra. Había una pequeña cama de flores silvestres cortadas, y en el centro de ella, una piedra pintada a mano y con un nombre escrito con la caligrafía de una niña. Juan. Se sentó junto a ella.


–Hubo un bebé.


No fue una pregunta, sino una declaración. Tenía la sensación de tener la boca llena de arena.


–Me dijeron que no le pusiera nombre –estalló–. Que ni siquiera era un bebé. Solo un feto. No me dejaron enterrarlo. Se lo llevaron como si fueran desechos médicos.


Sollozaba, y sintió un dolor tan hondo como no lo había sentido en la vida.


–Era mío, ¿Verdad?


–Sí, Pedro. Era tuyo.


Tantas preguntas, y todas salieron a borbotones:


–¿Por qué no me lo dijiste? ¿Habías pensado decírmelo? ¿Me lo habrías dicho si hubiera vivido?

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