viernes, 18 de febrero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Epílogo

Pedro suspiró al oír un río de risas llenar el aire. Aún faltaba toda una semana para el Día de la Madre pero la Casa de Juan, en la parcela contigua a la suya, estaba llena a rebosar. Había dos furgonetas de campistas aparcadas en la carretera. Seguro que Malena no tardaría en pasar a quejarse. Oficialmente no se celebraba de manera especial el Día de la Madre en la Casa de Juan, pero las chicas que se habían refugiado en ella, ahora ya mujeres hechas y derechas, siempre volvían. Volvían tanto si se habían quedado con sus hijos como si los habían entregado en adopción. Se diría que un hechizo las empujaba a presentarse, con lo que las risas lo llenaban todo y les llegaban a ellos desde la casa color lavanda. La de Mamá había sido derruida hacía tiempo, y Paula y él se habían hecho una nueva, reservando un espacio especial con un dormitorio, una sala y su baño para Mamá, aunque todos andaban por todas partes. Pero seguía siendo su casa, de modo que, desde la gala, muchos de los niños a los que había acogido volvían el fin de semana del Día de la Madre. Volvían al lugar en el que habían aprendido el significado de la palabra «Hogar».


–¿Has visto esto?


Paula se le acercó por la espalda. Había varios folletos de planificación de funerales sobre la mesa, donde seguro que ellos iban a verlos.


–El otro día, la encontré mirando por la ventana y se lamentó del hecho de que podía no llegar a ver a nuestros hijos.


–Deberíamos decírselo, ¿No?


–¡No! No quiero que piense que, cada vez que saca uno de estos folletos, vamos a traerle un nieto. ¿Es que no tiene bastantes en la casa de al lado?


–Un bebé siempre es una bendición –sonrió.


Esas palabras eran un mantra para ellos, y de hecho colgaban inscritas en un pequeño panel colgado bajo el nombre de la Casa de Juan. Paula lo abrazó desde detrás y se acurrucó sobre su espalda un momento con un suspiro de satisfacción. Luego fue a la nevera, sacó una piruleta y se la metió en la boca. Eso no puede ser bueno para el niño.


–¿A quién quieres engañar? Lo que pasa es que no te gusta besarme después de que me haya comido una, pero no puedo evitarlo. Antojos –tapó una ensalada enorme fuente de ensalada de patata–. Esta noche cada uno lleva algo a Juan para la cena. Entre los chicos de Mamá y los míos, creo que debe de haber más de cien personas ahí. ¿Has visto a mi madre?


–Antes ha pasado por aquí con Nicolás en la cadera, diciendo algo sobre pañales.


Nicolás era el niño que había adoptado en África. En un año, habría un niño más en aquella diversa y enorme familia en que Pedro se había encontrado inmerso.


–¿Vienes? Empiezan en un momento.


–Enseguida voy.


Era curioso cómo, después de tanto tiempo, el nombre de su hijo, el hijo que no había nacido y al que él no había conocido, seguía encogiéndole el corazón. Volvió junto a la mesa. Al lado de los folletos de funerales, Mamá había dejado una tarjeta de felicitación. En la portada se leía: "Feliz Día de la Madre". La abrió. Estaba en blanco. Volvió a dejarla donde estaba y se acercó al ventanal para dejar vagar la mirada por las familiares y brillantes aguas de Sunshine Lake. Su hijo no tardaría en nacer, y su llegada requeriría más de él. El amor requería más de él. Había creído que iba a necesitar toda una vida para construir la confianza, pero no podía estar más equivocado porque confiaba en Paula con los ojos cerrados. Confiaba en sí mismo, en poder llegar a ser el hombre que Mamá había visto en su interior. Confiaba en la vida. Rebuscó en el cajón de sastre hasta que encontró un bolígrafo y se sentó ante la vieja mesa de la cocina que nunca podrían reemplazar. Era la mesa del apfelstrudel. Se quedó contemplando la tarjeta un rato, sin saber qué poner. ¿Por dónde empezar? Al final, decidió hacerlo de este modo: "Querida mamá". Escribió solo unas cuantas líneas. Le dijo que iba a ser abuela pronto. Que aún no conocía a su mujer. Que a lo mejor podían verse la próxima vez que viajara al este. La firmó, humedeció la goma del sobre, escribió la dirección y le puso un sello. Quizás, solo quizás, tendrían la posibilidad de redimirse. Mamá entró y abrió la nevera.


–¿Dónde está mi ensalada de patata? Pero la alemana, no la plasta que aquí llaman «Ensalada de patata».


–Ya se la ha llevado Paula.


–¿Vienes, cabra loca? Escucha: Están cantando Amazing Grace.


Todas aquellas voces alzadas en una canción de agradecimiento. Su Paula estaría en el centro de todas ellas, en su sitio.


–En un momento voy. Tengo que acercarme al buzón de correos.


Mamá miró de inmediato la mesa donde había dejado la tarjeta, y Pedro pensó que se podía vivir de momentos así: Un corazón lleno de amor, la música de la gratitud entrando por la ventana y una sonrisa como la que Mamá le dedicó.







FIN

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