miércoles, 2 de agosto de 2017

Reencuentro Inesperado: Capítulo 13

Intentó concentrarse en el problema que tenía por delante, se acercó a ella y estrechó su mano amigablemente.

—¿Sandra? Soy Pedro Alfonso.

 La mujer lo miró con evidente apreciación.

—¿Pedro Alfonso? Tú fuiste el que me prestó aquella vez su pañuelo...

—Sí, es verdad, cuando estabas llorando. Pero espero que las cosas te vayan mejor ahora.

—Alfonso. Vaya, así que ése era tu apellido... Te conocía como Pedro A. , así que te llamaba por la inicial.

—Bueno, la verdad es que da igual. Pero gracias por haber aceptado reunirte conmigo.

—Por fortuna es viernes. Los únicos otros días que vengo a la universidad son los lunes y los miércoles.

Pedro pensó que tenía ocasiones de sobra para complicarle la vida al profesor Gerardo, a menos de que pudiera convencerla de lo contrario.

—¿Ya has pedido?

Ella negó con la cabeza.

—No, todavía no. Pero sé que la comida es muy buena en este lugar. David y yo hemos venido alguna vez... te recomiendo la pasta primavera. A no ser, claro está, que todo un hombre como tú prefiera su ración diaria de carne cruda.

Pedro se preguntó si Sandra estaría al tanto del trabajo al que se dedicaba, pero como no hizo ninguna mención al respecto, él tampoco lo mencionó. Además, lo alegraba observar que a pesar de acordarse de él, no lo asociaba con aquel chico del que todos se burlaban.

—Acepto tu sugerencia —dijo él.

Pidieron los platos y Pedro preguntó:

—¿Qué tal te va con David?

Ella sonrió. Parecía radiante.

—No podría irnos mejor.

—Háblame un poco de ustedes…

—Bueno, tenemos una familia. Gemelos. Por desgracia, Sofía ha heredado mi pelo rizado. Pero Joaquín es tan afortunado que tiene el mismo pelo negro de su padre.

—Gemelos... debe de ser todo un reto.

—Lo es, pero me encanta. Compaginar mi empleo en el periódico con la maternidad me llevó cierto tiempo, aunque David y yo nos dividimos el trabajo de la casa y con los niños. Además, mi marido les ha pasado sus genes de deportista y ahora están encantados con el ping-pong.


—¿Cómo?

Ella rió.

—Es que les gusta tanto jugar al ping-pong y lo hacen tan bien, que han formado equipo y están compitiendo.

—Vaya... Por lo visto, hasta tus hijos tienen éxito.

—No lo puedo negar. Incluso la pequeña tienda de comestibles que tenemos al norte de Boston funciona a las mil maravillas —comentó—. Pero creo que ya he hablado bastante sobre mí. ¿Qué me dices de tu vida?

—Soy abogado. De hecho, mi despacho no está lejos de tu tienda.

—Abogado, ¿eh? —comentó, mirándolo con detenimiento.

Él se puso en tensión. Esperaba el momento en que lo reconociera de alguna rueda de prensa o de algún artículo en los periódicos. Pero no dijo nada y  se relajó.

—Sí, en efecto.

—¿Y siempre quisiste ser abogado?

Él asintió y se relajó un poco más.

—¿Y te gusta lo que haces? —continuó preguntando.

—¿Siempre haces tantas preguntas?

 Ella sonrió.

—Es una manía de periodista.

—¿Y tu vendetta contra el profesor Harrison también es una manía de periodista?

—Un reportero tiene la responsabilidad de buscar siempre la verdad.

—¿Sin pararse a pensar en quién puede resultar herido?

Sandra suspiró.

—Yo creo que es como ir al médico. A veces duele, pero a largo plazo, saber lo que pasa es lo mejor.

—No estoy de acuerdo contigo, pero… ¿Qué tienes contra el profesor?

Sandra frunció el ceño y se echó hacia delante.

—¿Es una pregunta general? ¿O realmente te interesan mis motivos?

—Las dos cosas a la vez.

—Sólo pretendo averiguar la verdad.

—¿Aunque le cueste el trabajo que tanto ama? ¿Aunque pierda lo único que tiene desde que murió su esposa?

 —Mira, hay algo extraño en él, Pedro.

—Define eso de extraño…

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