viernes, 4 de agosto de 2017

Reencuentro Inesperado: Capítulo 18

—En cualquier caso, sigues sin responder a mi pregunta. Todavía no sé lo que has pedido para comer.

—Menos mal que no eres abogado. No me gustaría tener que enfrentarme a tí  en un juicio —comentó.

—Ni yo a tí. Tienes talento para evitar las respuestas.

 —Veo que vas a seguir insistiendo, ¿Verdad?

 Ella negó con la cabeza.

—Claro. Tengo la impresión de que tienes algún motivo para no contármelo. Y siento curiosidad.

—Está bien… He comido pasta.

—Oh, no... podrías habérmelo dicho y habría pedido que nos subieran otra cosa. ¿Por qué no lo has hecho?

—Porque no quería que te sintieras mal —afirmó, tomándola de la mano como para tranquilizarla—. Además, la comida es irrelevante. Lo importante en una cena así es la compañía. Y tu compañía es la mejor que he tenido en… bueno, en más tiempo del que puedo recordar.

—A mí me ocurre lo mismo contigo —dijo con absoluta sinceridad—. Pero volviendo al asunto de Sandra Westport, ¿Has logrado convencerla para que abandone la investigación sobre el profesor?

—No. De hecho, voy a ayudarla a investigar.

 —¿Cómo? ¿Vas a investigar al profesor? —preguntó con incredulidad.

 Él negó con la cabeza.

—No exactamente. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Ha conseguido un buen montón de información, no sé cómo, y resulta que investigar documentos es una de las ocupaciones habituales de un abogado. De modo que me he prestado voluntario a echarle una mano —explicó—. Pero como no espero encontrar nada, ella no conseguirá prueba alguna y quedará demostrada la inocencia del profesor.

—¿Puedo ayudarte?

 Él sonrió.

—Oh, sí. Me encantaría gozar de tu compañía.

Cuando terminaron de cenar, Pedro llamó al servicio de habitaciones y el camarero retiró los platos y los cubiertos. Luego,  fue a su habitación a buscar los documentos que le había dado Sandra y los esparció sobre la mesita de café, frente al sofá.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó ella.

Pedro  tardó unos segundos en responder.

—Cualquier cosa relativa a diplomas y regalos en cualquier documento donde aparezca el nombre del profesor o de cualquiera de sus antiguos alumnos. Romina James me ha dado una lista…

—¿Romina?

—Es mi ayudante. Y por cierto, también estudió en Saunders.

—Tampoco me acuerdo de ella…

—Si no te acuerdas de nadie, supongo que no debería sentirme ofendido porque no te acuerdes de mí —bromeó él.

 Ella sonrió.

—No, no te sientas ofendido. Hay mucha gente de la que no me acuerdo.

—Sea como sea, me temo que estos documentos contienen los nombres de docenas y docenas de alumnos. Va a ser un trabajo pesado.

—Pues pongámonos manos a la obra.

Horas más tarde, Paula se dirigió al cuarto de baño para lavarse la cara y refrescarse un poco. Tenía los ojos irritados de tanto escudriñar documentos. Cuando regresó al salón, vió que Pedro se había quedado dormido en el sofá y no supo qué hacer. ¿Despertarlo y mandarlo a su habitación, como si fuera un niño pequeño? Sin embargo, no era ningún niño. Lo observó con atención. Dormido parecía más joven. También notó dos pequeñas marcas en su cara, como si hubiera tenido varicela de joven. Eran tan leves que no había reparado en ellas hasta entonces, y sirvieron para recordarle que nadie era perfecto. De todas formas,  era fascinante. Cuanto más tiempo pasaba con él, más facetas descubría y más le gustaba. Pero ése era precisamente el problema. Se sentía atraída por él. En ese momento, Pedro gimió en sueños y ella clavó la vista en sus labios y se preguntó qué se sentiría al besarlo. Aquello sí que era realmente nuevo. No había experimentado la tentación, un camino que le parecía ciertamente peligroso, en años. Sin embargo, no podía apartar la mirada. Tal vez, porque estaba dormido y no corría ningún peligro. Tal vez porque había algo en él que le resultaba tan familiar como agradable. Pero no conseguía recordar por mucho que lo intentara. Bostezó y comprendió que ella también estaba agotada. Le puso un cojín bajo la cabeza, con sumo cuidado para no despertarlo, y le colocó las piernas sobre el sofá para que estuviera más cómodo. Entonces se dijo que despertarlo no tenía ningún sentido. Era evidente que estaba tan cansado como ella. Y por otra parte, ¿qué había de malo en que se quedara durmiendo en el sofá?

Pedro despertó de un profundo sueño e intentó recordar dónde estaba. Al sentir una punzada en la espalda, comprendió que estaba en un sofá. Después, vió un jersey de mujer, de color rosa, doblado cuidadosamente sobre el respaldo de una silla. Paula. Bajó los pies al suelo y se sintió avergonzado al recordar que se había quedado dormido. No era la mejor forma de ganarse amigos, ni mucho menos de influir a la mujer en la que no lograba dejar de pensar. Justo entonces oyó un sonido extraño en el dormitorio, y acto seguido, un grito. La adrenalina llenó sus venas y se plantó junto a la cama de Paula como un rayo. Estaba gimiendo y se movía como si tuviera una pesadilla.

—Pauli... —dijo suavemente, mientras le tocaba el hombro para que comprendiera que no estaba sola.

—No —dijo ella, todavía dormida—. No…

—¿Pauli? Soy yo, Pedro…

No hubo más respuesta que otro gemido. Pedro no quería asustarla, pero ahora estaba seguro de que tenía una pesadilla y debía despertarla.

—Pauli, tranquila, no pasa nada.

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