—Pedro, ¿Te importaría que nos tumbáramos en la cama? —murmuró ella—. Me temo que si sigo así me voy a caer de tus piernas y acabaré con un buen moratón en cierta parte.
—No permitiría que cayeras...
A pesar de lo que acababa de decir, la tomó entre sus brazos y la posó en mitad de la cama. La bata, que estaba completamente abierta, dejaba ver ahora sus braguitas y su sostén, tan leve que apenas cubría nada. Él se apoyó entonces en un codo y la miró.
—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.
—Estoy pensando...
—¿Qué? —insistió.
—No sé si decírtelo. Igual lo encuentras ofensivo.
—Empiezas a asustarme. Pero venga, te prometo que no me sentiré insultada.
—Muy bien, como quieras. Estaba pensando que estás preciosa en mi cama y que soy el hombre más afortunado del mundo.
—Eso sí que es lo más bello que me han dicho nunca.
Él sonrió y la besó. Ella se estremeció de placer, pero fue poco en comparación con lo que sintió un momento después, cuando Pedro empezó a trazar círculos con un dedo alrededor de uno de sus pezones, sin tocarlo directamente. Y cuando por fin sintió el contacto que deseaba, ella se arqueó contra su mano y supo que estaba experimentando algo maravilloso.Sintió un intenso calor que fue creciendo en su interior y se localizó en una parte de su cuerpo que creía dormida desde hacía años. Después, él le quitó el sostén y ella agradeció el súbito aire frío en la piel.
—Ahora te toca a tí—dijo ella—. Es lo más justo.
Pedro la miró con deseo, pero obedeció y se quitó la camisa.
—Creo que nunca me había sentido tan bien —dijo él.
La calidez de su voz acabó con todos los miedos que Paula pudiera albergar. Sabía que tenía la situación bajo control, que podía hacer lo que deseara. Y quería acariciarlo, comprobar si era tan masculino y duro como parecía.Llevo una mano a su pecho y fue descendiendo hacia su cintura. La visión del bulto que ocultaba sus vaqueros era más explícita que cualquier palabra de amor que le hubiera podido decir. Una vez más, se repitió que no corría riesgo alguno, que todo estaba bien; y una vez más, consiguió controlar su miedo.Animada por el deseo y por el triunfo contra sus propios fantasmas, decidió que quería llegar más lejos. Necesitaba más. Necesitaba sentirlo en su interior.
—Te necesito, Pedro—dijo ella—. Quiero sentirte.
Él asintió y se quitó los pantalones y los calzoncillos. Su erección quedó entonces libre y ella esperó un momento, temiendo sentir un ataque de pánico. Sin embargo, no se produjo. Entonces, él introdujo un dedo entre sus piernas y empezó a acariciarla suavemente, con delicadeza, desatando en ella olas de placer. Paula se dejó llevar. Ya no le importaba nada salvo disfrutar del momento. Además, no habría podido hacer otra cosa: el placer era tan intenso que no tardó en perder el control y alcanzar el orgasmo. Asombrada, cerró los ojos un momento y los abrió de nuevo.
—Pedro, yo... tú...
Él le llevó un dedo a los labios para que no dijera nada más.
—Todo está bien, cariño.
—No, no lo está.
Paula lo decía porque quería mucho más. Quería entregarse a él. Y Pedro pareció comprenderlo enseguida.
—Si quieres, tengo un preservativo...
Ella esperó a que sacara el preservativo de la mesita de noche y que se lo pusiera. Después, él la besó y el leve contacto bastó para volver a desatar su pasión.
—Pedro, hazme el amor. Ahora.
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