viernes, 4 de agosto de 2017

Reencuentro Inesperado: Capítulo 20

Paula se sorprendió al notar que Pedro tenía intención de besarla, pero fue así: lo supo segundos antes de que lo hiciera. Cuando sintió el contacto de sus labios, se quedó sin respiración. Sin embargo, no pudo apartarse. Era grande y fuerte y se sintió atrapada, al igual que diez años antes. El pánico la dominó y, aunque intentó racionalizar sus emociones, su fobia era tan intensa que no lo consiguió. No podía dejar de pensar que Pedro era mucho más fuerte que ella, que podía hacer lo que quisiera y que no podría impedírselo. Pero no podía suceder otra vez. No podía permitirlo. Lo empujó en el pecho y él rompió inmediatamente el contacto. Por desgracia, tampoco eso sirvió de nada. Seguía tan asustada, tan presa del miedo, que respiraba como si hubiera estado corriendo una maratón. Miró la cama y recordó las imágenes de la violación. Recordó la sensación de impotencia al no poder hacer nada por defenderse. Recordó el sentimiento de angustia y de vergüenza, la sensación de estar sucia, tan sucia que no podría bañarse lo suficiente ni restregarse con suficiente fuerza para volver a sentirse limpia. Quería correr, pero no podía apartar la mirada de él. No podía defenderse, así que retrocedió lentamente. Un sudor frío cubrió su frente y resbaló entre sus senos. Para evitar que los dientes le castañetearan, los apretó con fuerza. Estaba atrapada en aquella habitación. No podía huir. Sin decir nada, corrió hacia el salón de la suite, donde podía ver la puerta.

—Pauli, ¿Qué ocurre?

Pedro la siguió muy despacio, manteniendo las distancias.

—¿Pauli? No pasa nada…

Obviamente, pasaba algo; la reacción de Paula era tan desmesurada y estaba tan fuera de lugar que no podía ser más evidente. Sin embargo, la suave voz de Pedrologró quebrar poco a poco su pánico. Permaneció de pie, sin moverse, concediéndole el espacio que necesitaba, hasta que ella se tranquilizó. Pero entonces fue peor, porque Paula se dio cuenta de lo que había hecho y deseó que la tierra se la tragara. Precisamente por eso vivía alejada de los hombres. En la universidad había sufrido una experiencia traumática y ahora no era capaz de estar con un hombre decente como Pedro. Él no había hecho nada malo. Sólo había querido besarla, a pesar de sus cicatrices. Y a cambio, ella había logrado que se sintiera como el delincuente más buscado del país. Odió a Lucas Hawkins. Le había robado la capacidad de confiar en otros hombres y no volvería a ser normal.

—Háblame, Pauli.

Paula alzó una mano y vió que le temblaba. Su corazón se encogió. Lo peor de todo, lo más terrible, era que le había gustado que la besara. Pero su miedo lo había estropeado. Sabía que había cometido un error al no hacer nada por impedir que la besara, porque era consciente de lo que ocurriría después. Sin embargo, lo deseaba tanto que no había podido evitarlo. Además, llevaba demasiado tiempo sola. Diez años sin estar con nadie, sin sentir el contacto de un hombre.

—Pauli, ¿Qué está pasando?

Ella tomó aire.

—Podría decirte que soy claustrofóbica.

—¿Y lo eres?

—No.

Ella pensó que Pedro era muy guapo. Llevaba el pelo perfectamente peinado, como si se lo hubiera echado hacia atrás incontables veces, con los dedos. El cansancio profundizaba las leves arrugas de su cara, pero en lugar de difuminar su atractivo, lo hacía más maduro, más sólido, más atrayente. Lamentablemente, su problema no era de claustrofobia. Y supuso que él pensaría que estaba loca.

—Pauli, lo siento. Sinceramente, no tenía intención de besarte.

Ella sabía que estaba diciendo la verdad y también sabía que Pedro no suponía ninguna amenaza para ella. Pero eso no cambiaba las cosas.

—Será mejor que te vayas.

—De acuerdo.

Paula quitó la cadena de la puerta y dijo:

—Buenas noches…

—Espera.

Ella parpadeó rápidamente para intentar borrar las lágrimas que llenaban sus ojos. No quería que la viera en aquel estado.

—¿Qué quieres?

Él se acercó, aunque no lo suficiente como para poder tocarla.

—No puedo marcharme hasta saber que te encuentras bien.

Paula rió, pero sin humor alguno.

—Ambos sabemos que no lo estoy.

—¿Qué puedo hacer?

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