Paula se volvió y notó la intensidad de su mirada. La deseaba. Era tan evidente que no cabía duda alguna, y se sintió profundamente halagada por ello. Pero a pesar de que sus sentimientos eran recíprocos y de que él lo sabía, Pedro era tan caballeroso que comprendía su necesidad de ir poco a poco, de tomarse las cosas con calma.Sin embargo, ella ya no quería esperar más. No tenía miedo de él. Quería hacerlo y sabía que él no la forzaría si finalmente se arrepentía. Avanzó hacia él, lo tomó de la mano y lo llevó a la cama. Cuando él la miró con inseguridad, ella se apretó contra su cuerpo y puso la cara contra su pecho. Los latidos de su corazón se aceleraron.
—Supongo que ya habrás adivinado que hace tiempo que no hago el amor —comentó ella.
Pedro rió suavemente.
—Sí, es cierto.
—No quiero que esperes demasiado de mí...
Él tomó su cara entre las manos y la obligó a mirarlo.
—No sigas por ese camino, Pauli. Ni en el más apasionado de mis sueños había imaginado que acabaríamos así. De haber tenido expectativas, ya las habrías cubierto sobradamente. Sólo quiero que seas feliz.
—Soy más feliz ahora que en mucho tiempo —dijo.
Los ojos de Pedro se oscurecieron de pura intensidad.
—¿Y te haría feliz besarme?
Ella contempló sus firmes labios y respondió:
—Sí. Me gustaría mucho besarte.
Ella se puso de puntillas y el sentimiento de anticipación hizo que se le acelerara el pulso. Cuando sus labios se tocaron, oyó el gemido de Pedro; y cuando el beso se hizo más apasionado, Paula supo que él había estado a punto de marcharse a la cama: sabía a pasta de dientes. Seguramente no había imaginado que terminaría en la cama con ella. Él se apartó un momento para besar sus ojos y la cicatriz de su cara. Ella gimió de pura satisfacción y volvieron a besarse de nuevo. Pero en determinado momento, Paula se detuvo.
—¿Qué ocurre? —preguntó él, extrañado.
Ella rió con nerviosismo.
—Nada, que eres muy alto y me duele el cuello de besarte.
—Bueno, ése es un problema de fácil solución.
Pedro la llevó a la cama, se sentó y la puso sobre su regazo.
—Problema resuelto —añadió.
A través de la fina tela de la bata, Paula podía sentir sus duras piernas. Lo miró y el calor que despedían sus ojos estuvo a punto de derretirla. Pero no estaba asustada; Pedro permitía que ella llevara el ritmo y que le demostrara lo que necesitaba en cada momento. Puso las manos sobre sus hombros y le rogó:
—Abrázame.
—Será un placer...
Pedro la abrazó y ella deseó que le acariciara los senos. Fue visto y no visto, como si le hubiera adivinado el pensamiento, porque apenas tardó unos segundos en llevar las manos a su cintura y abrirle la bata. Sin embargo, dudó. Era evidente que estaba esperando algún tipo de señal de permiso. Y cuando ella se quedó completamente quieta, dominada por la emoción de la espera, él comprendió que podía hacerlo y llevó las manos a sus senos. Paula contuvo el aliento al sentir el contacto, que desató una ola de placer en su cuerpo. Lo deseaba tanto que se sentía como si la hubiera hechizado.
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