lunes, 30 de diciembre de 2019

Destino: Capítulo 30

—Están en los establos. He pasado a verlos hace un momento y había un par de ellos despiertos, a lo mejor les apetece jugar.

—¡Sí! —exclamó Agustín.

Luciana le sonrió.

Fueron hasta el establo y Paula se sintió como si estuviese retrocediendo en el tiempo. Olía a paja, a cuero y a animales, y la mezcla le produjo una avalancha de recuerdos. Había ido con frecuencia al rancho a montar a caballo con Pedro, y los paseos siempre habían comenzado allí, en los establos, donde él le contaba cosas sobre los distintos tipos de monturas y cómo se utilizaban, y luego la enseñaba a ensillar a un caballo. Recordó de repente una tarde del mes de enero en la que había hecho mucho viento. Había ayudado a Pedro y a su padre mientras paría una yegua. Todavía recordaba lo mucho que la había sorprendido presenciar semejante milagro de la naturaleza. También se acordó de cómo se habían besado en los establos. Besos largos, intensos, que los dejaban a ambos con ansias de más… Pero eso era algo que prefería no recordar. Hizo un esfuerzo por volver a enterrar aquellos recuerdos y cerrarles la puerta para centrarse en sus hijos, en Luciana y en los cachorros. Esta saludó a la madre de los pequeños.

—Hola, Betsy, he vuelto. ¿Cómo está mi mejor chica? Te he traído a unos amigos para que entretengan a tus cachorros un rato.

El animal miró a Luciana con comprensión y casi con alivio. Y ella pensó que seguro que se le ponía la misma cara cuando sus hijos se dormían por las noches y ella podía sentarse un rato en el sofá.

—¿Seguro que no pasa nada? —preguntó Agustín sin entrar en la cuadra en la que estaban los animales.

—No pasa nada —le aseguró Luciana—. Te prometo que les encanta tener compañía.

Agustín entró y, tal y como Paula se había imaginado, Sofía se movió inquieta en sus brazos para que la dejase bajar también.

—Yo quiero —dijo.

—Por supuesto, cariño —le respondió Paula, dejándola en el suelo para que la niña entrase también con su hermano.

—Sientense  aquí y les traeré un cachorro a cada uno —les dijo Luciana, señalando un banco.

Tomó un cachorro regordete, de color blanco y negro, y lo dejó en el regazo de Agustín. Y luego fue a por otro para Sofía. Y Paula se dijo que ya tenía unos recuerdos nuevos y maravillosos para añadir a su colección de aquellos establos. Los niños estaban fascinados con los perritos.

—Gracias —le dijo ella a Luciana—. No pueden estar más contentos.

—Me temo que los cachorros están un poco sucios y no huelen muy bien. Todavía son pequeños para bañarlos.

—No pasa nada —le dijo Paula—. Siempre he pensado que los niños tienen que ensuciarse de vez en cuando, si no, yo no estaría haciéndolo bien.

—Yo pienso que lo estás haciendo muy bien —le aseguró Luciana—. Parecen unos niños estupendos.

—Gracias.

—No debe de ser fácil, sobre todo, ahora que estás tú sola.

A pesar de que Javier había querido mucho a los niños, ella había pasado gran parte del tiempo sola en Madrid. Él siempre estaba ocupado con el hotel y con sus amigos y, por supuesto, con sus otras mujeres. Paula se arrepentía de haber compartido aquello con Pedro, y no iba a hacerlo con su hermana.

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