miércoles, 11 de diciembre de 2019

Amor y Traición: Capítulo 66

Había sido una noche horrible y un día muy largo. Paula se levantó de la silla donde había estado sentada durante horas, junto a la cama de su hermana en el hospital. Necesitaba tomarse un café o algo de aire fresco. Aún llevaba puestos los pantalones de chándal morados y la misma camiseta del día anterior. Se había recogido el cabello en una coleta para estar más cómoda. Todos habían pasado la noche en vela y ese día, después de comer, algunos habían dejado que los venciera el agotamiento.  Fernando estaba acurrucado en una silla al otro lado de la cama de Delfina. Sus padres se habían quedado dormidos en el sofá y Olivia roncaba ruidosamente contra el pecho de su abuelo. Salió de la habitación con cuidado para no despertar a nadie. Cuando se vio por fin en el pasillo, respiró hondo y se dejó caer contra la puerta, tapándose la cara con las manos. Sentía que todo había sido por su culpa. Si no les hubiera regalado el coche, no habrían tomado el desvío a través del pueblo para probarlo y nunca habrían tenido ese accidente. Tenía los ojos llenos de lágrimas y dejó que rodaran libres por sus mejillas. Afortunadamente, lo peor ya había pasado y su hermana iba a recuperarse. Era un gran alivio saber que se pondría bien, pero las lágrimas no eran solo de alegría. Tenía una buena razón ese día para sentirse más triste y angustiada. Una razón personal. Cerró los ojos, echaba mucho de menos a Pedro. Añoraba su hermoso rostro, el intenso brillo de sus ojos oscuros y su voz. Casi podía oírla en esos instantes, con su leve acento español.

–¿Dónde está mi esposa? ¿Dónde está, maldita sea? –gritó alguien no muy lejos de allí–. ¡Quiero verla ahora mismo!

Se dió cuenta de que conocía esa voz, soñaba con ella todas las noches. Poco a poco, Paula abrió los ojos y se giró. Fue entonces cuando vió a Pedro discutiendo con las enfermeras al fondo del pasillo. Su cabello negro estaba bastante despeinado y su traje, muy arrugado. Nunca lo había visto con un aspecto tan descuidado. Parecía fuera de lugar, pero tan apuesto como lo recordaba.

–Pedro –lo llamó ella entonces con el corazón en la garganta.

Al final del pasillo, Pedro se volvió hacia ella y la vió. Con un sollozo, fue hacia él corriendo y él hizo lo mismo. Se abrazaron y fue entonces cuando Paula supo a ciencia cierta que aquello no era un sueño. Entre sus brazos protectores, sintió que se desvanecían el miedo y la conmoción de las últimas veinticuatro horas. Ya no tenía que ser fuerte para su familia y se echó a llorar.

–Pau, Pau… –susurró Pedro mientras besaba su frente–. ¡Estás bien! Gracias a Dios…

Se separó de ella y la miró. Vió que le brillaban los ojos como si estuviera también a punto de llorar. Después, volvió a abrazarla con fuerza, como si no fuera a soltarla nunca. Por primera vez en dos meses, Paula sintió que volvía a respirar. Lloró entonces de alegría al estar de nuevo entre sus brazos.

–Estás a salvo –susurró Pedro acariciándole el pelo mientras apretaba la cara contra su torso–. A salvo.

Secándose los ojos, lo miró con confusión.

–Pero ¿Qué estás haciendo aquí? Pensé que estabas en Nueva York.

–¿Me creerías si te dijera que estaba por aquí y decidí venir a verte?

 Sonrió al oírlo.

–Te he traído flores y bombones –agregó Pedro mientras miraba a su alrededor algo confuso–. Sé que están aquí por alguna parte… ¡Maldita sea! ¿Dónde los he dejado?

 Había estado tan preocupada con lo del accidente de su hermana, que se le había olvidado que la niña tenía que irse con su padre.

–Ya sé por qué estás aquí. Has venido a recoger a Olivia, claro – le dijo ella.

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