lunes, 9 de diciembre de 2019

Amor y Traición: Capítulo 64

Pedro suponía que ya estaría comprometida con Fernando McLinn y planificando la boda. Estaba seguro de que McLinn había conseguido su objetivo gracias a su lealtad inquebrantable. Sabía que ese hombre encajaría mucho mejor en el mundo de Paula. Algo que él no había logrado. Por eso no entendía que no hubiera firmado aún los papeles. Estaba muy confuso y se sentía todo el tiempo como si caminara sobre la cuerda floja y sin red. Desde que ella lo dejara en Marrakech para volver a la granja de sus padres, no había querido saber nada. Le había dicho a su detective que abandonara el caso y le había pedido a sus abogados que no le dieran noticias de ella. Iban a contactar con él en cuanto el abogado de Paula les devolviera los papeles firmados por ella. Pero aún no había recibido esa llamada y no podía evitar soñar con que aún tuvieran una posibilidad de reconciliación.

–¡Oye!

Sobresaltado, vió que una niña vestida de uniforme le daba una fotografía.

–Se te ha caído esto –le dijo la colegiala.

Tomó la foto. En ella estaban Paula y Olivia. Se la había hecho él en su casa de España. La niña tenía entonces tres meses y medio y su dulce sonrisa dejaba entrever su único diente. Ella llevaba el gorro de Santa Claus que le había quitado a él. Sonreía y le brillaban mucho sus ojos verdes, llenos de amor. Se quedó sin respiración al ver la foto.

–Gracias –le dijo a la niña con un hilo de voz.

–Sé lo que se siente cuando pierdes algo –repuso la pequeña–. Ten cuidado. La niña se despidió alegremente y se alejó corriendo con sus amigas.

Fue un momento de absoluta claridad que consiguió abrirle los ojos. Él había sido quien le había pedido a Paula que se fuera. También había comenzado él los trámites del divorcio. Quería que fuera libre porque sabía que merecía a alguien mejor, pero se dio cuenta entonces de que tenía otra opción. Podía cambiar él y convertirse en un hombre distinto, uno que pudiera ser merecedor de su amor, uno que no tratara de controlarla, uno que pudiera confiar plenamente en ella. Pedro se quedó absorto mirando el tráfico de esa calle, pensando que quizás su pasado no tenía por qué condicionar cómo era su futuro, que él podía ser dueño de su vida y elegir ser de otra manera. Sintió una renovada esperanza en su alma. Se dió cuenta de que había sido capaz de darle a Paula la libertad que se negaba a sí mismo. Esperaba poder cambiar su modo de ser. El divorcio no era definitivo todavía y quizás estuviera aún a tiempo. Se preguntó si sería capaz de pedirle una segunda oportunidad. Se lo pediría entonces a su esposa, no a su prisionera. Se aferró con fuerza a la foto y se dió la vuelta. Encontró a Sánchez donde lo había dejado, aunque ya había arrancado el motor para volver a casa. Se metió corriendo en el asiento de atrás.

–¡Al aeropuerto! –le ordenó sin aliento–. ¡Tengo que ir a ver a mi esposa! ¡Es urgente!

Sánchez le dedicó una sonrisa enorme.

–¡Sí, señor! –repuso mientras pisaba el acelerador.

Pedro sacó su teléfono móvil para avisar a la señora McAuliffe sobre el cambio de planes. Pero, antes de que pudiera hacerlo, entró una llamada. Vió que era Diego Johnson. Frunciendo el ceño, rechazó la llamada. Llamó a su ama de llaves. Unos minutos después, mientras cruzaban el puente de George Washington, su teléfono sonó de nuevo. Vió que era el número de su abogado y sintió un escalofrío. Cerró los ojos asustado. No, no quería saber si ella… No podía ser. Cuando su teléfono sonó una tercera vez, bajó la ventanilla y lo arrojó al río Hudson.

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