lunes, 16 de diciembre de 2019

Destino: Capítulo 3

—La decisión de si quiere que sus huéspedes pasen la noche aquí tendrá que tomarla usted, pero tengo que admitir que no sé si es seguro. Por mucho cuidado que tengamos, a veces las llamas se reavivan varias horas después de un incendio.

—Tenemos una docena de personas alojadas —le dijo Paula en tono hostil—. ¿Qué se supone que vamos a hacer con ellas?

Él se dijo que su pasado no importaba en esos momentos, que solo debía pensar en las personas que necesitaban su ayuda.

—Podemos hablar con la Cruz Roja, a ver si pueden habilitar un albergue, o podemos buscar otros alojamientos en la ciudad, tal vez las cabañas de los Cavazo estén libres.

—Qué desastre —gimió la señora Chaves, cerrando los ojos.

—Se puede arreglar, mamá. Algo se nos ocurrirá —la animó Paula.

—¿Alguna idea de lo que ha podido provocar el incendio? —les preguntó él.

Paula frunció el ceño.

—No sé qué exactamente, pero creo saber quién.

—¿Sí?

—Agustín Santiago. Ven aquí, jovencito.

Pedro siguió su mirada y vió a un chico moreno de seis o siete años que estaba sentado en el suelo, mirando fascinado cómo trabajaban los bomberos. El niño tenía los ojos marrones, pero también se parecía a Paula. Se levantó despacio y se acercó a ellos.

—Agus, dile al señor bombero quién ha provocado el incendio.

El chico evitó mirarlos a los ojos y suspiró.

—Está bien. Encontré un mechero en una de las habitaciones vacías, las que están en obras —empezó—. Era la primera vez que tenía un mechero y solo quería ver cómo funcionaba, pero las cortinas se prendieron y entonces llegó mi madre con el extintor.

Pedro odió tener que ponerse duro con el niño, pero debía hacerle entender la gravedad de sus actos.

—Eso es muy peligroso. Alguien podría haber resultado gravemente herido. Si tu madre no hubiese llegado con el extintor, las llamas podrían haberse extendido por todo el hostal y podrían haberlo quemado todo.

El niño lo miró por fin, parecía avergonzado.

—Lo sé. Y lo siento mucho.

—Lo peor es que siempre te he advertido que no se juega con mecheros ni con cerillas —lo reprendió Paula.

—Solo quería ver cómo funcionaba —respondió el niño con un hilo de voz.

—No volverás a hacerlo, ¿Verdad? —le preguntó Pedro.

—Nunca. Nunca jamás.

—Bien, porque aquí somos muy estrictos con estas cosas. La próxima vez irás a la cárcel.

El niño abrió mucho los ojos, pero luego suspiró aliviado al ver que Pedro sonreía de medio lado.

—No volveré a hacerlo, lo prometo.

—Estupendo.

—Eh, jefe —lo llamó Leandro Randall desde el camión—. Se ha vuelto a atascar la manguera otra vez, ¿Nos puedes echar una mano?

—Sí, ahora mismo voy —respondió él, agradecido por tener una excusa para marcharse de allí—. Disculpenme.

—Por supuesto —le dijo Alejandra—. Diles a tus hombres que se lo agradecemos mucho, ¿Verdad, Paula?

—Sí, mucho —dijo esta sin mirarlo a los ojos.

—Adiós, jefe —añadió la niña que Alejandra tenía en brazos sonriéndole.

—Hasta luego.

Y Pedro se alejó pensando que era real. Paula estaba allí, con sus bonitos ojos y con dos hijos. La había querido con todo su corazón y ella lo había dejado sin mirar atrás. Pero había vuelto y no tendría manera de evitarla en una ciudad tan pequeña como Pine Gulch. De repente, los recuerdos lo invadieron y no supo qué hacer con ellos. Había vuelto. Y allí estaba él, que hasta hacía poco se había sentido afortunado por ser el jefe de bomberos de una pequeña ciudad de tan solo seis mil habitantes en la que casi nunca ocurría nada malo.

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