—Ha llegado la ambulancia.
—Estupendo. Está mejor, pero hay que llevarla al hospital —dijo Pedro.
Unos minutos después, dos enfermeros entraban con una camilla.
—Hola, Martina —sonrió uno de ellos, que ya conocía a la niña—. No quieres separarte de mí, ¿Eh, pequeña?
Martina consiguió sonreír cuando el hombre tomó su mano.
—Yo estoy de guardia, así que quizá tú quieras acompañarlos al hospital, Paula—dijo Pedro.
—Muy bien. Pero Valen...
—Si me das las llaves de tu casa, yo me quedaré con ella. Y si tengo que hacer alguna visita, la llevaré conmigo.
Unos minutos después, los enfermeros cerraban la puerta de la ambulancia.
—No pasará nada, señora Watson. No se preocupe.
—Hasta la próxima vez —suspiró la mujer.
—Sí. Lo que no entiendo es por qué no está mejor con la dosis de corticoides que le hemos prescrito —dijo Paula.
¿Era su imaginación o la señora Watson no quería mirarla? El instinto le decía que allí ocurría algo raro...
—¿Cuánto tiempo tendrá que quedarse en el hospital?
—Probablemente estará de vuelta mañana. ¿Tiene idea de qué puede haber provocado el ataque? ¿Ha estado en contacto con animales o algo fuera de lo normal?
—No lo sé —contestó la señora Watson.
—Ya. Bueno, pues habrá que pensarlo.
Paula recordó las palabras de Catalina sobre que a la señora Watson no le gustaban las medicinas. ¿Sería eso lo que estaba pasando? ¿No le daba las medicinas a su hija? Preocupada, se dijo a sí misma que investigaría en cuanto Martina hubiera salido del hospital.
Paula escuchó las risas en cuanto abrió la puerta de su casa.Valen estaba tirada sobre la alfombra frente a la chimenea, intentando impedir que Pedro echase unas bolitas blancas en la boca de un hipopótamo de plástico.
—¡Hola, mamá! Estamos jugando al hipopótamo y he ganado dos veces.
—Es muy violenta —sonrió Pedro, dándole un golpecito en la mano—. ¡Esa bola es mía, ladrona!
Valen soltó una carcajada y metió la bolita en la boca del juguete.
—¡He ganado otra vez! —exclamó la niña, con las mejillas coloradas.
Paula soltó el maletín y se sentó en el enorme sofá blanco, agotada.
—¿Qué tal la fiesta de Halloween, enana?
—¡Muy bien! Había unos trajes muy bonitos, pero el mío era el más bonito de todos. ¿A que la máscara daba mucho miedo, Pedro?
—Mucho.
Paula hubiera esperado cualquier cosa, excepto aquella escena tan doméstica. Había esperado encontrar a Pedro leyendo en el sofá mientras la niña jugaba en su cuarto, pero lo encontró tumbado en la alfombra, con aquellos vaqueros que se ajustaban a sus muslos como un pecado, la camisa un poco desabrochada, mostrando el vello oscuro que cubría su torso... Tan atractivo, tan masculino... tan en su casa.
—El doctor Alfonso tiene que irse, cariño.
—No tengo prisa —dijo él.
—¿No puede quedarse a cenar? —preguntó Valen, saltando sobre el sofá—. Puedo ponerme el traje otra vez para darles un susto.
—No, gracias. No quiero tener pesadillas —sonrió Pedro—. Ya tengo bastantes problemas para dormir.
Paula tuvo que levantarse para disimular su agitación. Aquel hombre no se quedaría a cenar en su casa. ¡Ni muerta!
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