Siguieron hablando durante un rato y el hombrele explicó cómo empezó a beber, por qué no podía dejarlo, mientras Paula tomaba notas.
—¿Come bien?
—No. Mi mujer siempre me tiene preparada la cena, pero no tengo hambre. Pobre Beatríz...
—Está muy preocupada por usted.
—La he defraudado —murmuró el hombre, escondiendo la cara entre las manos—. Lo he estropeado todo. Ella estaba tan orgullosa de mí...
—Y sigue estando orgullosa —dijo Paula, con un nudo en la garganta—. Mire señor Thompson, su problema se va a solucionar. Pero usted tiene que ayudarme.
Ricardo se pasó una mano por la cara, avergonzado.
—Haré cualquier cosa. Lo que tenga que hacer.
—Hay dos tipos de tratamiento. Uno se hace en un hospital y el otro, en casa, con ayuda de Alcohólicos Anónimos.
Ricardo lo pensó un momento.
—Quiero salir de esto con la ayuda de mi mujer. ¿Podríamos hacerlo en casa?
—Muy bien. Tendré que hacerle un análisis de sangre.
—¿Para qué?
—Para comprobar su estado de salud, su hígado y esas cosas —contestó Paula—. Dígale a Catalina que fije un día esta semana.
—Muy bien.
—¿Necesita usar el coche para trabajar?
—En eso he tenido suerte. Mi jefe es un buen hombre y me ha conseguido trabajo en la oficina hasta que me devuelvan el permiso de conducir.
—Y va a la oficina en tren, ¿Verdad? —preguntó Paula. Ricardo asintió—. Voy a darle un fármaco para que pueda soportar la falta de alcohol durante los primeros días.
—Podré aguantar, estoy seguro.
—Este es el número de Alcohólicos Anónimos. Lo ayudará mucho, ya verá. Pero no puede beber una sola gota de alcohol.
—Lo sé —sonrió Ricardo con tristeza—. Voy a intentarlo de verdad, doctora Chaves.
Unos minutos después, el hombre se despidió y Paula lo observó salir de su consulta, con expresión derrotada. ¿Tendría suficiente fuerza de voluntad para dejar de beber?
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