—¡Por zupuezto que debo eztar aquí!
Pero Pedro prosiguió sin escucharla:
—Entonces hay alguien que no debe estar.
Todas se volvieron al unísono a mirar a Paula.Ella cruzó los brazos sobre los senos y se ocultó detrás de una mesa. Su cara y todo su cuerpo estaban tan rojos como el pelo de Aldana. Si antes se había sonrojado, no era nada comparado con lo de ahora.
—¡Tú no eres modelo!
Pedro entrecerró los ojos y la miró con gesto acusador.
—¿Modelo? ¡Por supuesto que no!
Aquello era lo último que esperaba oírle decir. Si se suponía que no debía estar allí, imaginaba que había intentado colarse para hacerse un nombre y aprovecharse. Ya le había pasado otras veces. Frunció el ceño sorprendido de la inmediata negativa. Si no era modelo, ¿Qué estaba haciendo allí y por qué se había desnudado?
—¿Quién eres tú?
—Ya te lo he dicho —sonaba ya casi desesperada—. Soy Paula. Paula Chaves. Tu hermana me envió.
—¿Sonia? ¿Que Sonia te ha enviado?
Ella sacudió la cabeza. Tras sus brazos, notó que también sus senos se agitaban. Pedro cerró los ojos.Cuando los abrió fue para verla ponerse apresurada uno de los albornoces que había tirados sobre la mesa.
—Sí, me envió Sonia. Para trabajar para tí. Durante el verano. Para ser tu asistente.
—Asistente —repitió Pedro como sí no hubiera escuchado aquella palabra en su vida.
—Sí, me dijo que tú habías aceptado. ¿No es cierto?—Pedro apretó los dientes.
—Puede.
—¿Sólo puede?
—Supongo que debo haberlo hecho —murmuró él.
Pero sólo porque aceptaba cualquier cosa que Sonia le pidiera. Le debía mucho a su hermana. Sus padres habían muerto cuando Sonia tenía veinte años y ella prácticamente lo había criado abandonando la universidad para poder hacer un hogar para los dos. Y después había trabajado duro para mandarlo a él a la universidad. Lo había apoyado y había creído en él toda su vida. Y él no podía negarse a nada de lo que le pidiera.Pero a veces, cuando realmente no le apetecía hacer algo, se lo había dejado saber por el tono de voz y ella nunca lo había presionado. Hasta ese momento.Con furia creciente, aunque no sabía si estaba enfadado con Sonia, con Paula o consigo mismo, le gritó.
—Si se supone que debes ser mi asistente, ¿Qué diablos haces quitándote la maldita ropa?
—¡Me lo dijiste tú!¿Era así de fácil?, pensó estupefacto Pedro.
—¿O sea que si te encuentras a alguien por la calle y te dice que te quites la ropa, lo haces en el acto?
—¡Por supuesto que no! —su cara estaba ahora escarlata, notó Pedro con satisfacción—. Pero cuando Sonia me dijo que podía venir me recalcó que hiciera lo que me dijeras, que estaba obligada a hacer todo lo que me pidieras.
Sus miradas se clavaron.Pero ella no apartó la suya. Era valiente, tuvo que reconocer Pedro. Paula estaba respirando con tanta agitación que casi podía ver sus senos alzarse por debajo de la suave tela de toalla. Recordó como un fogonazo cómo eran desnudos.Tan rubia como era, Paula Chaves no tenía la piel de una rubia. Sus senos eran de un cálido color miel y los pezones de un rosa polvoriento.
—¿Por qué uzaz a eza chica? —la mirada de Aldana se deslizó de Pedro a Paula con gesto acusador—. ¡No puedez uzar a eza chica! ¡Yo zoy la número ziete!
Se plantó las manos en las caderas y lo miró con furia.
—Aldana... —empezó Pedro para aplacarla.
Ella le tomó la cara entre las manos y le plantó un beso en la boca.
—Empezamoz de nuevo, ¿Verdad? Perdonaz a Aldana por llegar tarde, ¿zí?
—Sí —respondió Pedro de forma automática sin dejar de mirar a Paula paralizado.—¡Pedro!
Él ladeó la cabeza hacia ella.
—¿Eh!La modelo pateó el suelo con el pie desnudo.
—¿Empezamoz ya?
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