lunes, 5 de febrero de 2018

Lo Inesperado: Capítulo 27

—¿Quién te las ha regalado?

—El doctor Alfonso—contestó Franco.

¿Pedro había ido a verlo? ¿Por qué no se lo había dicho? Paula tomó una bota. Era de la mejor calidad, fabricada en Cumbria.

—Yaya, vaya.

—Dice  que si  no  me  van,  iremos a cambiarlas,  pero que no quiere volver a  verme  en la montaña sin el equipo adecuado —explicó el chico—. ¿Y sabe otra cosa? Me ha dicho que va a darme lecciones de escalada.

—¿Lecciones de escalada?

—Era instructor en el ejército. Es genial.

—Sí,  genial —murmuró  Paula. 

No  era  lo  que  hubiera  esperado  de  Pedro.  Lo  creía  un  hombre frío, egoísta.  Y, sin embargo,  iba a ver a Franco y se ofrecía a darle clases. ¿Lo habría juzgado mal?

—¿Cuántas veces ha venido a verte el doctor Alfonso?

—Dos. Y  se  quedó  mucho  rato. El  primer  día  me  dió  la  charla  sobre  lo  inconsciente  que había sido y eso. Pero luego ya fue más simpático.

Paula se   mordió   los   labios.   Pedro había   hecho   un   buen   trabajo.   Franco    se   estaba  recuperando, ilusionado por la idea de aprender a escalar.

—Vaya, se está haciendo tarde. Tengo que irme, pero volveré a verte la semana que viene. ¿De acuerdo?

—Muchas gracias, doctora Chaves.

 Paula estaba  estacionando frente  a  su  casa  cuando  se  abrió  la  puerta  del  establo  y  salió  Pedro con  el  maletín  en  la  mano.  Debía  ir a  hacer  alguna  visita  y,  por  su  aspecto, parecía tener mucha prisa.

—¿Algún problema?

Pedro miró  su  moto  y  después a ella.  Pareció  tomar  una  decisión  y, sin  decir  nada, entró en el coche y tiró el maletín en el asiento de atrás.

—¿Dónde vamos? —preguntó Paula, pisando el acelerador.

—A casa de Martina Watson.

—Oh, no. ¿Otro ataque de asma?

—Sí,  y  este  parece  grave  —contestó  él,  mirando  su  reloj—. Han  llamado  a  una  ambulancia,  pero  parece  que  están  ocupados  con  un  accidente  en  la  carretera.  Su madre está completamente aterrorizada.

Conociendo a la madre de Martina, no le extrañaba nada. Cinco minutos después, Paula frenaba frente a un grupo de casitas.

—¡Gracias a  Dios!  —exclamó  la  madre  de  Martina al  verla—. Está  en  su  habitación  y  casi no puede respirar... —dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas—. Por favor, no la dejen morir...

—No pasará nada, no se preocupe.

 Martina estaba en su cama, intentando respirar, con los labios amoratados.

—Necesita oxígeno —dijo Pedro.  Paula ya había sacado la mascarilla y el tubo antes de que él terminara la frase—. Voy a usar aminofilina.

—¿Cuánto pesa Martina, señora Watson? —preguntó Paula.

—Treinta y cinco kilos —contestó la mujer, con expresión angustiada.

—Le daremos cinco miligramos por kilo. La niña los miraba, demasiado exhausta para hablar.

—Será mejor que le demos hidrocortisona —sugirió Paula.

 Pedro asintió.

—Tiene un bronco espasmo severo. Después de aplicarla la medicación, Martina respiraba un poco mejor.

—Gracias a Dios —murmuró su madre.

 Paula miró por la ventana.

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