—¿Quién te las ha regalado?
—El doctor Alfonso—contestó Franco.
¿Pedro había ido a verlo? ¿Por qué no se lo había dicho? Paula tomó una bota. Era de la mejor calidad, fabricada en Cumbria.
—Yaya, vaya.
—Dice que si no me van, iremos a cambiarlas, pero que no quiere volver a verme en la montaña sin el equipo adecuado —explicó el chico—. ¿Y sabe otra cosa? Me ha dicho que va a darme lecciones de escalada.
—¿Lecciones de escalada?
—Era instructor en el ejército. Es genial.
—Sí, genial —murmuró Paula.
No era lo que hubiera esperado de Pedro. Lo creía un hombre frío, egoísta. Y, sin embargo, iba a ver a Franco y se ofrecía a darle clases. ¿Lo habría juzgado mal?
—¿Cuántas veces ha venido a verte el doctor Alfonso?
—Dos. Y se quedó mucho rato. El primer día me dió la charla sobre lo inconsciente que había sido y eso. Pero luego ya fue más simpático.
Paula se mordió los labios. Pedro había hecho un buen trabajo. Franco se estaba recuperando, ilusionado por la idea de aprender a escalar.
—Vaya, se está haciendo tarde. Tengo que irme, pero volveré a verte la semana que viene. ¿De acuerdo?
—Muchas gracias, doctora Chaves.
Paula estaba estacionando frente a su casa cuando se abrió la puerta del establo y salió Pedro con el maletín en la mano. Debía ir a hacer alguna visita y, por su aspecto, parecía tener mucha prisa.
—¿Algún problema?
Pedro miró su moto y después a ella. Pareció tomar una decisión y, sin decir nada, entró en el coche y tiró el maletín en el asiento de atrás.
—¿Dónde vamos? —preguntó Paula, pisando el acelerador.
—A casa de Martina Watson.
—Oh, no. ¿Otro ataque de asma?
—Sí, y este parece grave —contestó él, mirando su reloj—. Han llamado a una ambulancia, pero parece que están ocupados con un accidente en la carretera. Su madre está completamente aterrorizada.
Conociendo a la madre de Martina, no le extrañaba nada. Cinco minutos después, Paula frenaba frente a un grupo de casitas.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la madre de Martina al verla—. Está en su habitación y casi no puede respirar... —dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas—. Por favor, no la dejen morir...
—No pasará nada, no se preocupe.
Martina estaba en su cama, intentando respirar, con los labios amoratados.
—Necesita oxígeno —dijo Pedro. Paula ya había sacado la mascarilla y el tubo antes de que él terminara la frase—. Voy a usar aminofilina.
—¿Cuánto pesa Martina, señora Watson? —preguntó Paula.
—Treinta y cinco kilos —contestó la mujer, con expresión angustiada.
—Le daremos cinco miligramos por kilo. La niña los miraba, demasiado exhausta para hablar.
—Será mejor que le demos hidrocortisona —sugirió Paula.
Pedro asintió.
—Tiene un bronco espasmo severo. Después de aplicarla la medicación, Martina respiraba un poco mejor.
—Gracias a Dios —murmuró su madre.
Paula miró por la ventana.
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