El sábado por la noche, Paula se puso un poco de maquillaje y se miró al espejo. Llevaba un jersey ancho, vaqueros y botas de ante. Una hoguera nocturna no era precisamente el sitio más adecuado para vestir de forma elegante, de modo que al menos podía dejarse el pelo suelto para tener un aspecto más femenino. Pero eso no tenía nada que ver con Pedro. Nada en absoluto. Su corazón dió un saltito mientras se ponía perfume.
—¡Mamá, date prisa! —gritó Valen desde el salón—. Pedro está aquí y vamos a llegar tarde.
Paula respiró profundamente, apagó la luz y bajó la escalera. Pedro estaba esperándola, con las poderosas piernas separadas y los hombros más anchos que nunca bajo la chaqueta de ante.
—Con el pelo así, pareces Cenicienta, ¿Verdad, Pedro? —rió su hija.
—Desde luego que sí.
—Vámonos ya. No quiero perderme los fuegos artificiales —insistió la niña.
—Venga, enana —rió Pedro, tomándola en brazos.
En la puerta, Paulase quedó sorprendida al ver un BMW.
—¿Qué es eso?
—Su carroza, señorita —contestó él—. Es mejor que ir en moto, ¿No te parece?
—Es fabuloso —sonrió Paula, pasando la mano por los asientos de cuero—. Qué suerte tienes.
—Tú también podrías comprarte un coche nuevo si quisieras. No entiendo por qué tienes tantos problemas económicos. Supongo que ganas un buen sueldo en la clínica.
Paula apartó la mirada. Era cierto. Tenía un buen sueldo. Pero también tenía muchas deudas. Deudas sobre las que no quería hablar con Pedro.
—Vámonos. Es tarde.
—No es asunto mío, ¿Verdad? Vale.
Diez minutos después, llegaron al parque donde se celebraría la fiesta benéfica. Había mucha gente y Valen gritó de alegría al ver el tamaño de la hoguera.
—¡Mira, mamá! ¿Podemos acercarnos?
—Sí, pero ten cuidado, cariño.
—Yo la llevaré —se ofreció Pedro, colocándose a la niña sobre los hombros.
Paula los observó, preguntándose por qué se sentía tan angustiada. ¿Era por el fuego o porque Pedro y su hija empezaban a tener una relación muy estrecha?Pero sería mejor divertirse un rato y dejar de darle vueltas a la cabeza.
Cuando se acercó a la tienda de campaña donde estaban las bebidas, vió un montón de gente, entre ellos al señor Thompson, riéndose a carcajadas. Parecía un poco bebido y su mujer estaba tras él, nerviosa. Unos minutos después volvió a verlos, discutiendo. Ricardo Thompson estaba gritando y, de repente, levantó la mano y golpeó a Beatríz en la cara. Paula se acercó a ellos, indignada. El señor Thompson se volvió hacia ella, con los ojos vidriosos. Estaba muy borracho.
—¿Qué quiere?
—Doctora Chaves... —murmuró Beatríz, cubriéndose la boca con la mano. Le salía sangre del labio.
—He visto cómo la pegaba —dijo Paula, intentando controlar su furia.
—Y la pegaré a usted si no nos deja en paz —dijo Ricardo Thompson, tomándola por la chaqueta.
—Yo que usted no lo haría —replicó ella, soltándose de un tirón—. Beatríz, tengo que ver ese corte.
—¡He dicho que nos deje en paz! Siga molestando y recibirá algo peor que un corte en el labio —exclamó el hombre, amenazante.
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