Nevó durante los tres días siguientes y la mayor parte de Cumbria quedó paralizada.
—No se ve ni un coche en las carreteras, pero los pacientes siguen llegando a la consulta —gruñó Carla.
—Supongo que están aburridos —sonrió Paula.
—Ya, pues podrían... ¿Estás bien, Paula? Te has puesto muy pálida.
—Estoy bien, no te preocupes. ¿Tengo algún paciente más?
—Dos —contestó la enfermera, con expresión preocupada—. ¿Quieres que los vea Gabriel?
—Claro que no. Dile al primero que entre, por favor.
Paula se sentó frente al escritorio, preguntándose cómo podría sobrevivir a tres meses de náuseas. Siempre le había dicho a sus pacientes que los mareos desaparecían en unos días, pero se había equivocado. Estaba enferma, agotada y tarde o temprano tendría que pensar en otra excusa, porque el «virus» empezaba a ser increíble. Después de examinar a su primer paciente y extender una receta, lo acompañó a la puerta y se llevó la mano al estómago. Iba a vomitar. Llegó al servicio justo a tiempo y cuando salía, se encontró a Pedro esperándola.
—Carla me ha dicho que no te encuentras bien.
Lo que le faltaba, pensó. No tenía fuerzas para discutir con él.
—Estoy bien.
—Pues no tienes buen aspecto.
—Es el virus que tiene todo el mundo.
—Pero a todo el mundo se le pasa en dos días —replicó él.
Había una extraña luz en sus ojos y, por un segundo, Paula se preguntó si sospecharía algo.
—¡Doctora Chaves! —escuchó la voz de Carla.
—¿Qué ocurre?
—Acaba de llamar Celina Webster. Se ha puesto de parto, pero la carretera del hospital está cortada. Tiene contracciones cada dos minutos y parece muy asustada.
—¿Dónde está la comadrona? —preguntó Paula, mientras tomaba el abrigo.
—Ayudando en un parto cerca de Kirkstone.
—Tú no puedes ir. No te encuentras bien —dijo Pedro.
—Claro que voy a ir. Es mi paciente.
—Pues no irás sola. Iremos los dos. Gabriel me ha prestado su jeep para que pueda hacer visitas a pesar de la nieve —dijo Pedro, buscando su abrigo—. ¿Seguro que puedes ir?
Paula se puso la bufanda.
—No me lo perdería por nada del mundo. Me encanta ver nacer a un niño.
—Me alegro —sonrió Pedro—, porque no es precisamente lo mío.
Paula lo siguió hasta el jeep, aliviada al dejarse caer sobre el asiento. Se encontraba fatal. ¿Y si tenía que pasar así los nueve meses de embarazo? Por toda la carretera había vehículos abandonados, atrapados en la nieve. Pero Pedor conducía el jeep con habilidad.El marido de Celina los esperaba en la puerta, con cara de pánico.
—¡Está empujando!
Paula entró en la casa como una exhalación, olvidando lo cansada que estaba. Celina estaba sentada a los pies de la cama, con los ojos llenos de lágrimas.
—Doctora Chaves, por fin. Tenía tanto miedo...
—Todo va a salir bien —sonrió Paula, tomándola del brazo—. Has tenido un embarazo estupendo y no hay razón para que el parto no lo sea. Vamos, túmbate. Tengo que examinarte.
Pedro intentó calmar a la joven, mientras Paula se lavaba las manos y se ponía los guantes.
—¡Ay, eso duele!
—El niño está a punto de salir. ¿Puede darme el maletín, doctor Alfonso? Ariel, ponga algo de música... clásica si es posible.
—Sí, pero...
—Hágalo. Celina, puede que te encuentres más cómoda tumbada, pero casi es mejor que te sientes al borde de la cama.
—Lo que usted diga.
Paula sujetó a su paciente por los hombros.
—No pasa nada. Todo va bien.
—Eso espero —gimió la joven.
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