—¿Cómo te atreves? —replicó Paula, furiosa—. ¿Cómo te atreves a darme una charla sobre responsabilidad? Tú, que vas por la vida sin comprometerte con nada ni con nadie. Soy muy consciente de mis responsabilidades, Pedro. No sé si tú puedes decir lo mismo.
Después de eso, Paula se dió la vuelta, indignada. ¿Cómo se atrevía a criticarla? Aquel hombre era insufrible, arrogante y machista. Y no tenía por qué soportarlo.A lo lejos vió a Valen y se dirigió hacia ella, aliviada.
—¡Mamá! El tío Gabriel me ha dado un trozo de pastel de chocolate. ¿Puedo comérmelo?
—Claro que sí, cariño.
—Los fuegos artificiales empiezan en cinco minutos —les informó Matías, mirando su reloj.
—¿Qué tal con Pedro, querida? —preguntó Mónica, envolviéndose en su chal—. Me han dicho que vivís juntos.
—Y trabajan juntos —intervino Gabriel, llevándosela aparte—. ¿Qué ha pasado, Paula?
—¿A qué te refieres?
—Los he visto discutir.
Ella suspiró, cansada.
—No entendemos las cosas de la misma forma. Deja de intentar emparejarnos, Gabriel. No estamos hechos el uno para el otro.
—Pedro es un hombre muy protector, aunque eso te moleste. Ya sé que tú eres una mujer muy autosuficiente...
—No quiero seguir hablando de Pedro Alfonso.
—No puedes culpar a un hombre por intentar proteger a su chica, Paula.
Primero su madre y después Gabriel. Aquello era insoportable.
—No soy su chica y nunca lo seré. No soy la clase de persona que puede tener una aventura y después despedirse como si no hubiera pasado nada.
—¿Y tú crees que Pedro haría eso?
Paula lo miró, impaciente.
—Por supuesto. Pedro nunca se ha quedado en ninguna parte más de diez minutos. Tú lo sabes bien.
—Así ha sido su vida hasta ahora —suspiró Gabriel—. No confía en nadie. Y, francamente, no puedo culparlo.
—Yo tampoco. Pero no creo que vaya a cambiar.
—En eso no estoy de acuerdo. Lo que necesita es enamorarse tan profundamente que no tenga más remedio que cambiar.
—Has leído muchos cuentos de hadas, Gabriel. Pero la vida no es así.
—La gente cambia.
—No me lo imagino a Pedro dando rienda suelta a sus emociones.
—Yo sí —rió Gabriel—. Lo que no me imagino es que él lo reconozca.
Ella lo miró, escéptica.
—A mí no me mires. Yo no soy la persona adecuada para él.
—Yo creo que sí lo eres. La tensión que hay entre ustedes dos se siente a un kilómetro de distancia.
Paula sacudió la cabeza.
—Admito que le gusto y que él me gusta a mí, pero eso es todo. Pedro quiere una mujer que se quede en casa para cuidar de él, no alguien que trabaja y que tiene sus propias ideas. No soy su tipo.
—¿Qué dices? Eres exactamente su tipo.
—Me haría daño, Gabriel.
—Puede que sí. Puede que no. Quizá deberías arriesgarte.
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