—Diles que te echen un vistazo en el hospital.
—Duele mucho, así que no es nada serio.
Como él, sabía que las quemaduras serias no dolían a causa del daño en el nervio. Si Pedro podía sentir la mano, era una quemadura superficial. Cuando llegó a casa, estaba exhausta. Afortunadamente, Valen también y se quedó dormida enseguida. Paula se sentó frente a la chimenea un rato, pensando en el muchacho accidentado y después en Beatríz Thompson. Pobre Beatríz.El sonido de las ruedas de un coche en la gravilla hizo que se levantara. Era Pedro.
—¿Qué ha pasado?
—El chico no está bien. Van a tener que operarlo.
—Pareces muy cansado. Siéntate un rato conmigo.
Él pareció sorprendido.
—Creí que no me dirigías la palabra.
—Sólo uando te comportas como un cavernícola —sonrió Paula—. Cuando estás cansado y pareces vulnerable, me caes bien.
Pedro se dejó caer sobre el sofá.
—Pues entonces, es tu día. Me encuentro fatal.
—Te han vendado la mano.
—Sí, genial. ¿Cómo voy a examinar a mis pacientes con una mano vendada?
—No exageres. Dentro de unos días, estarás bien. Mientras tanto, no hace falta que examines a los pacientes. Sólo pregúntales qué les pasa.
—Sí, claro. «Lo siento, señora Smith, no puedo curarle el tobillo porque tengo la mano vendada. Vuelva otro día».
Paula sonrió.
—Fuiste muy valiente.
—Si no lo hubiera sido yo, lo habrías sido tú.
—¿Otra vez protegiéndome?
—¿No es eso lo que se supone que un hombre debe hacer?
—Eso de la protección funciona de las dos formas. Un hombre protege a una mujer y viceversa. Eres un anticuado.
—Ya, pero lo normal es que un hombre quiera proteger a su mujer.
—Yo no soy tu mujer, para empezar.
—Dame tiempo —sonrió Pedro.
—No aceptas un no, ¿Verdad?
—Nunca —murmuró él, mirándola con intensidad.
—¿Quieres algo? ¿Tienes hambre?
—Mucho —contestó él, mirando su boca—. Tengo mucha hambre.
De repente, Paula no podía respirar.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Desgraciadamente, sí —suspiró Pedro, levantándose—, pero no necesito comida. Necesito una cama, preferiblemente contigo en ella.
Paula tuvo que apartar la mirada.
—Pedro...
—Ven conmigo —dijo él con voz ronca, ofreciendo su mano sana.
—No puedo.
—Sí puedes.
—No.
—Sí...
La anticipación de aquel beso era demasiado para ella, tanto que cuando llegó casi dió un grito de alegría. Aquella vez, Pedro la besó lenta y suavemente, sin la desesperada intensidad de unos días antes, pero el efecto fue el mismo. Su lengua la seducía con una habilidad perversa hasta que se apretó contra él, enredando los brazos alrededor de su cuello. Pedro masculló una maldición y ella dió un paso atrás, sorprendida. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo podía decirle que no a aquel hombre y después besarlo de esa forma?
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