—Hay que tener mucho cuidado. Me ha amenazado con saltar al barranco. Dice que quiere quedarse ahí, que quiere morirse —advirtió Catalina.
Matías cerró los ojos, murmurando una maldición.
—Genial. Ahora necesitamos un psicólogo.
—Yo no soy psicólogo, pero es mi paciente —dijo Paula, temblando de frío.
Tenían que sacar a Alberto de allí inmediatamente o moriría congelado.
—Intenta hablar con él. Pero habrá que prepararse para lo peor.
—¿Qué quieres decir?
—Que vamos a tener que bajar a alguien con una cuerda. Pero aún así, no sé si podremos subirlo. Es demasiado pesado.
Paula se acercó al borde del barranco, intentando medir sus pasos para no resbalar.
—¡Ricardo! Soy la doctora Chaves.
—No quiero hablar con usted. No quiero hablar con nadie.
—¡Ricardo, por favor! Sólo quiero ayudarte.
—Nadie puede ayudarme.
—¡Que alguien le ponga una cuerda a la cintura, no quiero que Paula resbale! —gritó Matías.
Uno de los miembros del equipo le anudó una cuerda, sujetándola con fuerza.
—Alberto, piensa en tu mujer.
—Estoy pensando en ella. Estará mucho mejor sin mí.
—Eso no es verdad. Beatríz te quiere mucho.
—No me lo merezco —sollozó el hombre—. Todo me sale mal. Soy un desgraciado. Míreme. He intentado tirarme al barranco y me he quedado estancado en este saliente...
—¿Te has hecho daño, Ricardo?
—¡Me da igual!
—Pues a mí, no. A mí me importas. Todo esto es culpa mía.
—¿Qué quiere decir?
—Debería haberme dado cuenta de lo deprimido que estabas —dijo Paula, levantando la voz para hacerse oír sobre el viento—. Si mueres, nunca podré perdonármelo.
—¡No diga eso! —gritó el hombre.
—Deja que alguien baje a ayudarte, por favor.
—¡No!
—¡Ricardo, por favor!
—Si alguien intenta sacarme de aquí, me tiraré. ¡Lo juro!
Paula cerró los ojos, asustada.
—Entonces, deja que lo haga yo. ¿Puedo bajar para hablar contigo?
Un silencio. El hombre parecía pensárselo.
—Muy bien. Pero sólo usted.
—¡No! —exclamó Pedro—. No puedes dejarla ir, Matías. Es demasiado peligroso.
El jefe del equipo lo pensó un momento.
—No puedo hacer nada, amigo. Paula sabe lo que hace y la sujetaremos bien.
—¡No puedes dejar que baje!
—¿Cómo que no?—replicó ella, mientras le colocaban el arnés.
—Escúchame, Paula—dijo Matías—. Sólo baja y habla con él. No intentes hacer nada más. ¿De acuerdo?
—Sí, pero...
—No hay peros.
—Muy bien —asintió ella, acercándose al borde.
—Yo iré —se ofreció Pedro.
—¡No seas tonto! Ya has oído a Ricardo. Si bajas tú, se tirará —lo interrumpió Matías.
Pedro se quedó en silencio, angustiado.
—Muy bien. En ese caso, quiero que la ates a mí.
Matías asintió con la cabeza. El corazón de Paula dió un vuelco. Quizá era un gesto que no significaba nada, pero...
—Si salta, lo dejas ir. ¿De acuerdo? No intentes hacer nada.
—Pero...
—¡Paula, escúchame! No hagas ninguna tontería —la interrumpió Pedro.
—De acuerdo —dijo ella por fin.
Cuando empezó a bajar, sintió un ataque de pánico. No veía nada, el viento la golpeaba con fuerza, la nieve se metía en sus ojos y ni siquiera sabía si habría sitio para dos personas en el saliente. Respirando profundamente para darse valor, Ally se sujetó a unas ramas, obedeciendo las instrucciones que Pedro le daba desde arriba.
—Doctora Chaves...
—¿Alberto?
Con la luz que llevaba en el casco, Paula descubrió que no había sitio para moverse. El saliente era demasiado estrecho. ¿Cómo había podido caerse allí Ricardo? Lo lógico era que hubiera caído al fondo del barranco.
—No sé por qué arriesga la vida por mí —dijo el hombre, con el rostro tenso de angustia—. Debería haberme dejado morir.
—No vas a morir, Alberto. Deje que te examine. ¿Te has hecho daño?
—Me duele mucho el tobillo —murmuró el hombre, avergonzado.
—¿Por qué no dejas que te coloque un arnés? Cuando estemos arriba, podré examinarte tranquilamente.
—¡No! ¡No quiero subir!
—Ricardo, vas a salir de esta. Ya has conseguido dejar de beber.
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