Entonces, de repente, él enredó los dedos en su pelo y la sujetó para que no pudiera apartarse.
—Dilo otra vez.
—Te deseo...
Pedro sacudió la cabeza, con tristeza.
—No es verdad. Lo que pasa es que tienes miedo y crees que me necesitas. No te preocupes, Paula. Te prometo que te sacaré de aquí.
—No es eso.
—Entonces, ¿Qué?
—Tenías razón —murmuró ella, con el corazón acelerado.
Nunca le había hecho proposiciones a un hombre. ¿Y si la rechazaba?
—¿Sobre qué?
—Sobre que merecía la pena arriesgarse.
Pedro no dijo nada y Paula, con una decisión que a ella misma sorprendía, pasó la lengua por sus labios en un gesto provocativo. En un segundo, Pedro se tumbó sobre ella, sosteniéndose con un brazo para no hacerle daño. Paula había dejado de jugar. Amaba a aquel hombre y le daba igual no ser sensata.
—Esta es la última advertencia...
—Bésame, Pedro.
Él se inclinó hacia su boca, respirando con dificultad. Y entonces, con un gemido ronco, el mundo desapareció para los dos. La tormenta que soplaba fuera de la tienda no era nada comparada con la que había dentro. Pedro se colocó sobre ella, su excitación era evidente. Paula se derretía mientras él le quitaba la camiseta y buscaba el cierre del sujetador. El roce de los dedos masculinos sobre su pecho hizo que lo deseara como nunca había deseado a nadie.
—Tranquila, cielo —murmuró él con voz ronca de pasión.
Paula sintió la lengua del hombre sobre sus pechos y tuvo que cerrar los ojos. Cuando Pedro deslizó la mano hacia abajo para acariciarla con perversa intimidad, levantó las caderas, deseando que la poseyera.
—Por favor...
—Te he deseado durante tanto tiempo, Paula...
—Yo también.
Iba a morir. Si él no le hacía el amor inmediatamente, iba a morir.
—¿Podemos...?
Paula asintió. No había riesgo. Estaba completamente segura de que no era su período de ovulación. Y, además, deseaba a aquel hombre con toda su alma. Pedro le abrió las piernas y tomó su boca en un beso que reflejaba todo el ansia que sentía. Después, se introdujo en ella con una poderosa embestida y Paula pensó que su grito de dolor se había perdido en la boca del hombre. Pero Pedro debió sentir la tensión porque se quedó parado.
—¿Paula?
Ella lo miró; confusa, deslizando las manos por sus apretadas nalgas para que no se apartase.
—No pares...
—¿Parar? ¿Crees que soy Superman? No podría parar por nada del mundo, pero no quiero hacerte daño.
—No me haces daño. Sólo ha sido un segundo —murmuró ella.
—¿Por qué no me has dicho nada?
—No tiene importancia.
Pedro volvió a introducirse en ella, aquella vez más despacio, y sintió que Paula clavaba las uñas en su espalda.
—Tranquila, cariño. No te haré daño si te relajas.
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