lunes, 19 de febrero de 2018

Lo Inesperado: Capítulo 48

Entonces, de repente, él enredó los dedos en su pelo y la sujetó para que no pudiera apartarse.

—Dilo otra vez.

—Te deseo...

 Pedro sacudió la cabeza, con tristeza.

—No  es  verdad. Lo  que pasa  es  que tienes  miedo  y  crees que  me  necesitas.  No  te  preocupes, Paula. Te prometo que te sacaré de aquí.

—No es eso.

—Entonces, ¿Qué?

—Tenías razón  —murmuró ella,  con  el  corazón  acelerado. 

Nunca le  había hecho proposiciones a un hombre. ¿Y si la rechazaba?

—¿Sobre qué?

—Sobre que merecía la pena arriesgarse.

Pedro no  dijo  nada  y  Paula,  con  una  decisión  que  a  ella  misma  sorprendía,  pasó  la  lengua por sus labios en un gesto provocativo. En un segundo, Pedro se tumbó sobre ella, sosteniéndose con un brazo para no hacerle daño. Paula había dejado de jugar. Amaba a aquel hombre y le daba igual no ser sensata.

—Esta es la última advertencia...

—Bésame, Pedro.

Él se inclinó  hacia  su  boca,  respirando  con  dificultad. Y  entonces,  con  un  gemido  ronco,  el  mundo  desapareció para los  dos.  La tormenta que  soplaba  fuera  de  la tienda no era nada comparada con la que había dentro. Pedro se  colocó  sobre  ella,  su  excitación  era  evidente. Paula se  derretía  mientras  él  le  quitaba la camiseta y buscaba el cierre del sujetador.  El  roce  de  los  dedos  masculinos  sobre  su  pecho  hizo  que  lo  deseara  como  nunca  había deseado a nadie.

—Tranquila, cielo —murmuró él con voz ronca de pasión.

Paula sintió la lengua del hombre sobre sus pechos y tuvo que cerrar los ojos. Cuando Pedro deslizó la mano hacia abajo para acariciarla con perversa intimidad, levantó las caderas, deseando que la poseyera.

—Por favor...

—Te he deseado durante tanto tiempo, Paula...

—Yo también.

 Iba a morir. Si él no le hacía el amor inmediatamente, iba a morir.

 —¿Podemos...?

Paula asintió. No había riesgo. Estaba completamente segura de que no era su período de ovulación. Y, además, deseaba a aquel hombre con toda su alma. Pedro le abrió  las  piernas  y  tomó su  boca  en  un  beso  que  reflejaba  todo  el  ansia  que  sentía. Después, se introdujo en ella con una poderosa embestida y Paula pensó que su grito  de  dolor  se  había  perdido  en  la  boca  del  hombre.  Pero  Pedro debió  sentir  la  tensión porque se quedó parado.

—¿Paula?

Ella lo miró; confusa, deslizando las manos por sus apretadas nalgas para que no se apartase.

—No pares...

—¿Parar? ¿Crees que soy Superman? No podría parar por nada del mundo, pero no quiero hacerte daño.

—No me haces daño. Sólo ha sido un segundo —murmuró ella.

 —¿Por qué no me has dicho nada?

—No tiene importancia.

Pedro volvió  a  introducirse  en  ella,  aquella  vez  más  despacio,  y  sintió  que  Paula clavaba las uñas en su espalda.

—Tranquila, cariño. No te haré daño si te relajas.

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