viernes, 29 de marzo de 2024

Pasión: Capítulo 18

Algo en su pecho se encogió por un momento, dejándolo sin respiración. A pesar de estar sudorosa y desaliñada seguía siendo bellísima, la mujer más bella que había conocido nunca. Podía entender en ese momento que muchos hombres perdieran la cabeza por la belleza de una mujer. Pero él no. Porque sabía de primera mano que Paula Chaves era capaz de dejar que otros pagasen por sus errores.


—Muy bien —dijo con desgana—. Entonces, sigamos adelante.


Dándole la espalda al provocativo y arrebolado rostro de Paula, siguió caminando por la selva. Ella intentó llevar oxígeno a sus pulmones mientras miraba el claro por última vez y después lo siguió, incapaz de contener una sensación de triunfo. Lo seguía sin quejarse por el daño que le hacían las botas o el dolor en los tobillos. No podía mostrar debilidad porque Pedro se aprovecharía de ello como un depredador agotando a su presa. Sentía como si estuviera flotando por encima de su cuerpo. El dolor afectaba a tantas partes de su cuerpo que no podría decir qué le dolía más. La mochila, que le había parecido ligera esa mañana, en aquel momento parecía cargada de piedras. Un par de horas después se detuvieron para comer. Pedro sacó unas barritas de proteínas y tomó de un árbol unos frutos parecidos a los higos, que por cierto estaban riquísimos. Y luego siguieron caminando. Tenía los pies dormidos desde hacía rato, la garganta parcheada por mucha agua que bebiese y las piernas como gelatina. El ritmo de él era despiadado y ella no estaba dispuesta a pedirle que parase. Pero entonces él se detuvo y miró alrededor, sujetando una brújula.


—No te apartes de mí hasta que yo te lo diga.


Paula fue pegada a él durante unos minutos y trastabilló cuando se detuvo bruscamente. Pedro se volvió para sujetarla.


—Este es el campamento —anunció.


Ella parpadeó, intentando disimular el cosquilleo que había provocado el roce de sus manos.


—¿El campamento?


Estaban frente a un pequeño claro y la cacofonía de ruidos que los había acompañado hasta entonces había cesado. Era como si todos los animales de la selva estuvieran observando. El intenso calor también había disminuido ligeramente.


—Es tan silencioso.


—No dirás eso en media hora, cuando empiece el coro nocturno —respondió Pedro mientras se libraba de la mochila—. Quítate la tuya. 


Paula lo hizo y estuvo a punto de gritar de alivio al hacerlo. Era como si pudiera flotar por encima de la selva sin ese peso. Pedro estaba en cuclillas, sacando cosas de la mochila, la tela del pantalón tirante sobre los poderosos muslos. Y ella no podía apartar la mirada. Estaba desenrollando la tienda de campaña, que parecía alarmantemente pequeña.


—No vamos a dormir ahí —protestó. 

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