lunes, 4 de marzo de 2024

El Elegido: Capítulo 53

 -Tienes razón.


-Bien, y eso es debido a la incomodidad que se sufre antes. Ya sabes, primero te pica la nariz y cada vez pica más hasta que llega el estornudo y te alivia, ahhh, una sensación maravillosa.


-Supongo que todo eso tiene un peculiar sentido -dijo Pedro riendo con fuerza.


-Peculiar o no, es cierto. Sin haber sufrido antes una pena absoluta no se puede apreciar la más absoluta de las alegrías -dijo Paula finalmente dándole unos golpecitos a Pedro en la mano y empujando hacia atrás su silla se puso en pie-. Y ahora, ¿Podrías indicarme dónde está el cuarto de baño de las niñas?


Pedro señaló las escaleras junto a la cocina. Paula sonrió y rozó el hombro de él al pasar junto a él haciéndole sentir una ola de calor Cuando llegó a la puerta se dió la vuelta un momento como si supiera que la había estado mirando y sonrió antes de desaparecer en el cuarto.


Abajo, Pedro dió un largo suspiro y se levantó, silbando, para recoger la mesa, sintiendo una serenidad que nunca antes había sentido.


Arriba, Paula terminó de lavarse las manos en el lavabo y se miró al espejo. Ya no le quedaba nada de brillo de labios. En su boca todavía quedaba el sabor de la soja y la miel de la salsa que Pedro había preparado. A través del espejo vió la enorme bañera que había al otro extremo del espacioso cuarto de baño, lo suficientemente grande para acoger la enorme figura de Pedro y la de otra persona.


-Detente, Paula -se regañó en voz alta-, y sal de esta casa antes de que ocurra algo más.


Pedro era un hombre que necesitaba tiempo y espacio, paciencia y dulces palabras. Le parecía haber hecho algún progreso con él ahí abajo y lo último que le hacía falta era que una mujer ansiosa por cazar un marido se le echara a los brazos profesándole amor eterno. Paula salió del baño y se encontró en el dormitorio de él. Los tonos naturales eran parejos a los del resto de la casa. La litografía de S. John ocupaba la pared sobre la cama y la otra estaba cubierta por una librería con todos los estantes llenos. Aquella podía ser la primera y última vez que estuviera en aquella habitación y no pudo evitar querer empaparse de la esencia de aquel hombre. Pasó la mano por los estantes. Entre los libros había varios marcos de fotos, la mayoría de él y una mujer morena y delgada. Pasó un dedo por el rostro de la joven que suponía era Luciana. Tenía el mismo pelo de color oscuro y unos ojos profundos color avellana y miraba a su hermano con una sonrisa llena de amor. Entre dos lámparas vió una par de guantes de boxeo, bastante usados, dentro de una caja de cristal. Se detuvo ante éstos y observó la superficie llena de arañazos, descosidos y manchas. Una mirada más de cerca le permitió ver las salpicaduras de sangre en el guante de la mano derecha. Un escalofrío le recorrió la espalda y la mente se le llenó de imágenes de cómo esos guantes habían acabado tan gastados. Sabía exactamente cómo. Y entonces recordó que Pedro había sido quien había organizado la velada de boxeo de aquella noche. Le resultaba muy difícil aceptar que aquel hombre imperativo y condescendiente era el mismo hombre intrigante y reflexivo que estaba al otro lado de la puerta. Pero eran el mismo hombre.

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