lunes, 24 de mayo de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 8

 –El mismo –dijo Pedro encogiendo los hombros. Y sin pedir permiso, se sentó al lado de ella y estiró las piernas–. Espero que le esté gustando la exposición. Este cuadro en concreto es muy bueno.


Paula trató de asimilar lo que estaba ocurriendo, pero sin conseguirlo. Pedro Alfonso. La última persona en el mundo que había esperado ver la noche de la inauguración de aquella exposición en esa galería de arte. Parecía una tarjeta postal del cocinero ideal: traje elegante, cabello, barba incipiente a la moda… Maldita la persona que lo había ayudado a elegir el atuendo, había hecho muy bien su trabajo. Pero debajo de esa elegante apariencia se escondía el Pedro de siempre. Lo veía en su actitud y en la arrogancia de sus ademanes que le hacían parecer el capitán de un barco de otro tiempo escrutando los mares a la espera de divisar algún barco pirata cargando un tesoro. No había cambiado mucho desde su último encuentro tres años atrás… Cuando la despidió de su primer trabajo como cocinera. Solo de pensar en ese día se le revolvía el estómago. Había estado trabajando tres meses de aprendiz en la cocina del hotel Alfonso cuando el gran Pedro Alfonso entró en la cocina furioso y exigió al idiota que había preparado el postre de chocolate que saliera al comedor y pidiera personalmente disculpas a la persona sentada a su mesa que casi se había roto un diente al morder la masa de piedra que acababan de servirle. Al parecer, se había visto humillado y avergonzado. Con una mirada, la jefa de pastelería de la cocina la había señalado a ella. Acto seguido, la agarró por el delantal y la alzó hasta hacerla sentir su brutal e irritado aliento en la mejilla.


–No quiero volverte a ver en mi cocina, ¿Entiendes? No tienes lo que se necesita tener para trabajar en esto, así que desaparece de aquí ahora mismo y no sigas haciéndonos perder el tiempo. No consiento que me humillen de esta manera. ¿Lo has entendido?


Sí, claro que lo había entendido. Había comprendido lo injustos que eran esos cocineros. Había esperado a que los otros cocineros dejaran de darle la razón y sirvieran en los platos otros postres para agarrar el abrigo y escapar por la puerta de atrás antes de que la jefa de pastelería de la cocina, la insoportable Rosario, que estaba tan borracha que apenas podía mantenerse en pie y mucho menos hacer un decente pâté sucrée, pudiera pronunciar una palabra más. En ese momento se juró a sí misma ser su propia jefa. Costara lo que costase. Lo que le llevó a la pregunta que acababa de hacerse: ¿Qué demonios estaba haciendo ese hombre allí? ¿Comprar una pintura para alguno de sus restaurantes? Era posible, pero no lo creía. No, debía ser que había alguien en la inauguración que, de alguna manera, podía ayudarlo profesionalmente. Pedro Alfonso no perdía oportunidad de dejarse ver. Siempre había sido así. Y si daba la impresión de que sabía algo de los cuadros allí expuestos… bueno, debía haberse informado de antemano pensando que eso le procuraría alguna ventaja personal. Lo más humillante era que no parecía haberla reconocido. La había olvidado como olvidaba a todos los aprendices a los que había despedido. Y ella no tenía intención de refrescarle la memoria.


Paula se pasó una mano por la nuca y se alzó el pelo; de repente, la ira había hecho que un intenso calor le subiera por el cuerpo. La grave y fuerte voz de Pedro parecía resonarle en la cabeza y sintió un profundo cosquilleo en el vientre. La presencia de él ocupaba el espacio. Se sintió acorralada, aprisionada entre la pared color marfil y el banco en el que estaban sentados. La última vez que había estado cerca de él le había visto lanzar chispas por los ojos, y se negó a que volviera a ocurrir. «No, no va a volver a pasar». En esta ocasión, fue ella quien echó chispas por los ojos al mirarlo a la cara.

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