miércoles, 24 de abril de 2024

Pasión: Capítulo 67

 —Créeme, cuando veas lo que la mayoría de las mujeres llevan en la playa te sentirás vestida —había bromeado él.


Y cuando llegaron a la playa, la reacción de Paula no había tenido precio. Con la boca abierta, los ojos como platos, observaba el desfile de cuerpos medios desnudos como si no lo creyera. Pedro se dió cuenta del interés que despertaba la pálida rubia y había tenido que fulminar con la mirada a varios hombres. El sol empezaba a esconderse y el público aplaudió mientras la bola roja desaparecía en el horizonte, a la izquierda de una de las montañas de Río. Paula se sentó y envolvió sus rodillas con los brazos, sonriendo.


—Me encanta que hagan eso.


Esa alegría por algo tan sencillo parecía burlarse de su cinismo. Y entonces Pedro se dió cuenta de que también él estaba disfrutando. Hacía tanto tiempo desde la última vez que se detuvo para apreciar una puesta de sol… Desde muy joven había estado tan decidido a contrarrestar el legado corrupto de su padre que apenas tenía tiempo para disfrutar de la vida. Elegía mujeres disponibles solo para pasar un buen rato, sin ataduras. Simplemente, sexo para aliviar la frustración. Nunca se había relajado al típico estilo carioca con una hermosa mujer a su lado. El sol se escondió del todo y cuando ella lo miró, lo único que podía ver era el pelo rubio mojado cayendo sobre sus hombros y rozando el nacimiento de sus pechos. Sus labios, como pétalos de rosa aplastados, parecían suplicar que la besase. Y el recelo en sus preciosos ojos azules solo servía para encender más su libido.


—Vámonos —dijo con sequedad.


Paula no podía haber malinterpretado el brillo carnal en sus ojos. Había estado mirándola así durante todo el día, como si no la hubiera visto antes. Y aquel día… Aquel día había sido como un sueño. Sentía un cosquilleo en la piel. No sabía si era el efecto de estar con Pedro o el resultado de ver a las chicas de Río abrazar libremente su sensualidad durante toda la tarde, pero en aquel momento estaba temblando de deseo.


—Sí —murmuró.


Se levantó y Pedro hizo lo propio, ofreciéndole el vestido que se había puesto esa mañana. Caminaron hasta el coche y cuando la tomó de la mano Paula apretó sus dedos. Llevaba una camisa abierta sobre el bañador y su corazón se encogió porque parecía más joven y más relajado que el hombre aterrador al que había conocido cuando llegó a Río. Cuando subieron al coche le preguntó:


—¿Vamos a tu departamento?


—No, a mi casa en Alto Gávea. Está más cerca.


El corazón de Paula se aceleró. A su casa. Hicieron el resto del camino en silencio, como si la conversación fuera superflua y no pudiese penetrar la espesa tensión sexual que había entre ellos. Aquella parte de Río, envuelta en bosque, le recordaba la selva y cuando llegaron a su casa se quedó sin aliento. Era un edificio colonial de dos plantas, con tejas de terracota y situado literalmente en medio del frondoso bosque de Tijuca. Era un sitio maravilloso. 

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