lunes, 22 de abril de 2024

Pasión: Capítulo 63

Pedro se inclinó sobre ella, aplastándola deliciosamente contra el colchón mientras capturaba un pezón con los dientes casi hasta hacerle daño. El placer era insoportable. Paula estaba a punto de sollozar cuando por fin introdujo su duro miembro y contuvo el aliento mientras empujaba hasta estar enterrado en ella.


—Eres tan estrecha… —murmuró—. Relájate, preciosa.


El término cariñoso hizo que se rindiera del todo y cuando se deslizó profundamente en su interior experimentó una sensación de femenino poder. El vello de su torso provocaba una deliciosa fricción sobre sus pechos mientras se movía adelante y atrás, cada embestida de su cuerpo llegando más profundamente, llevándola a un sitio que había clausurado muchos años atrás. No podía apartar los ojos de él. Era prisionera de su mirada mientras se hacía dueño de su cuerpo. Pedro colocó una de sus piernas sobre su cadera, abriéndola del todo, y sus embestidas se volvieron más feroces, más poderosas. Apretaba sus nalgas con una mano mientras la hacía suya, haciéndola gritar. La tensión había llegado a un punto insoportable, casi doloroso.  Pero cuando cerró los ojos, él le ordenó:


—Mírame, Paula.


Ella lo hizo y algo se rompió en su interior. Pedro buscó con los dedos el hinchado capullo de nervios y la tocó con tal precisión que ya no podía esconderse. Explotó, perdiendo el control al que se había agarrado desde que el mundo se hundió a sus pies cuando era niña, cuando perder el control había sido una forma de control. Exhausta, experimentó una oleada de felicidad. La definición de un orgasmo era «Pequeña muerte» y el término nunca le había parecido más apropiado. Sabía que una parte de ella había muerto y algo increíblemente frágil y nebuloso estaba ocupando su lugar. Mareada, notó que los espasmos de sus músculos internos habían desatado el orgasmo de Pedro, que temblaba de arriba abajo con la cabeza apoyada en su hombro. Paula se pegó a él, con las piernas enredadas en su cintura, mientras las convulsiones se alargaban hasta el infinito.



Pedro estaba en la cocina a la mañana siguiente, haciendo el desayuno y pensando que nunca en toda su vida le había hecho el desayuno a una amante. En general, le gustaba estar solo después para no tener que lidiar con ilusiones románticas. Pero allí estaba, haciendo el desayuno para Paula y sin el menor deseo de poner espacio entre ellos, con el cerebro aún embotado por una sobrecarga de placer y por las revelaciones de la noche anterior. No podía dejar de pensar en ella, de niña, traumatizada por la violenta muerte de su madre, con un padre sádico que intentaba desacreditarla a todas horas. No era tan fantástico creer a Miguel Chaves capaz de tal cosa. Pensó en esa noche, cuando vió a Delfina pagando la fianza para sacar a Paula de la comisaría. Había atendido a su hermana como si fuera su madre y se apoyaba en ella como si fuese algo normal. 

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