viernes, 5 de abril de 2024

Pasión: Capítulo 27

 —Será mejor que comamos esto.


Paula puso la mano, con la palma hacia arriba, y de repente, Pedro sujetó su muñeca con el ceño fruncido.


—¿Qué son esas marcas?


Paula intentó apartar la mano, pero él insistió en inspeccionar la red de pequeñas cicatrices blanquecinas que cruzaban la palma.


—Son antiguas —dijo él—. ¿Cuándo te las hiciste?


La rabia de ser interrogada como si hubiera hecho algo malo dejó a Paula sin respiración.


—Tienen veintidós años —respondió, a regañadientes.


—Deus. ¿Qué son?


Sus ojos se encontraron entonces y en los de él vió que buscaba la verdad. Aunque Paula ya se había dado cuenta de que era una parte integral de la naturaleza de aquel hombre, la que hacía que viese el mundo en blanco y negro, bueno y malo. Y ella estaba en la categoría de «Algo malo». Pero, por una vez, no quería que fuera así. Estaba agotada y se le encogió el corazón cuando unas imágenes terribles, conocidas solo para ella y para su padre, aparecieron de nuevo en su cerebro. Las imágenes que Miguel Chaves había hecho todo lo posible por erradicar. Desearía poder contarle la verdad para que entendiese que tal vez no todo era blanco o negro. Y, aunque una vocecita le decía que debía protegerse a sí misma, se encontró diciendo:


—Son marcas de una caña de bambú. El castigo favorito de mi padre.


Pedro apretó su mano y dijo en voz baja:


—¿Cuántos años tenías?


—Cinco, casi seis años.


—¿Pero cómo es posible…?


Los ojos de Pedro se clavaron fieramente en los suyos y Paula aprovechó ese momento de sorpresa para apartar las manos y esconder la permanente mancha de la venganza de su padre.  Podía entender su sorpresa. Su terapeuta también se había quedado sorprendida cuando se lo contó.


—Era un hombre violento. Si hacía algo malo, o si Delfina se portaba mal, yo era castigada.


—Pero eras una niña.


Paula hizo una mueca al pensar que su infancia se la había robado algo mucho peor que unas cicatrices en las palmas de las manos. Entonces notó algo.


—La lluvia… Ha dejado de llover.


Pedro seguía mirándola como si no la hubiera visto antes y eso la ponía nerviosa.


—Acamparemos aquí —dijo por fin—. Venga, en marcha.


Paula se levantó del suelo, agotada. El calor era bochornoso y todo estaba empapado. Pedro se levantó y, por un momento, se quedó como hipnotizada por la gracia de sus movimientos. Tanto que él la pilló mirándolo antes de que pudiese disimular.


—¿Qué ocurre?


Paula respondió lo primero que se le ocurrió:


—Tengo sed.


Pedro miró alrededor y, un segundo después, se dirigió a un árbol.


—Ven aquí.

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