jueves, 6 de noviembre de 2014

Casada por Obligación: Capítulo 9

Paula estacionó el coche frente a su casa, tomó una bolsa llena de verduras del asiento del acompañante y fue hacia la puerta. El sol de junio lo iluminaba todo y ella se alegró de haber ido a East-bourne, a pesar de lo lejos que estaba.
Lo había pasado muy bien. Había ayudado a su suegro, Sid, en su huerto hasta que Mavis los llamó a comer. Por la tarde habían ido a dar un paseo por la playa y después visitaron la tumba de Alan.
La amabilidad de sus suegros había conseguido relegar el mal momento de la noche anterior al fondo de su mente, donde tenía que estar.
Pedro Alfonso fue para ella un terrible error, fruto de la depresión y el vino. Aquello fue tan ajeno a su carácter que casi le parecía una alucinación.
Sin prestar atención al deportivo negro aparcado en la calle, Paula sacó de su bolso la llave de casa y abrió la puerta. Dejó la bolsa en el suelo y cuando se volvió para cerrar, soltó un grito.
—¿Puedo entrar? —Pedro Alfonso estaba en el umbral, justo detrás de ella—. Tenemos que hablar, Paula—levantó una ceja, maliciosamente—. ¿O tal vez debiera llamarte Mimie?
Con los ojos muy abiertos, sorprendida por su presencia en la casa, montó en cólera.
—No quiero que me llames nada. ¡ Sal de mi casa inmediatamente!
—¡Qué temperamento! Vaya, me sorprendes. ¿Qué tiene de malo que dos amigos se vean inesperadamente y tengan una charla informal? —dijo él, cínicamente.
Paula , haciendo un tremendo esfuerzo, intentó pensar con claridad. Deseó no haber conocido nunca a Pedro Alfonso, y lo que más deseaba en ese momento era echarlo de su casa, pero con sólo ver su gesto de determinación, se dio cuenta de que esa opción era inviable.
Llevaba una chaqueta de cuero marrón clara que se ajustaba perfectamente a sus anchos hombros y una camisa blanca ligeramente abierta que contrastaba con su piel bronceada y el pelo negro y rizado que le crecía en el pecho. Los pantalones de pinzas le quedaban igualmente bien.
Mucho más alto que ella, la miraba con un aire masculino y decididamente amenazador.
Paula, negándose a sentirse amenazada en su propia casa, se puso recta y levantó la barbilla. Sus ojos ambarinos se encontraron con los grises de Pedro y se preguntó una vez más cómo había podido pensar que eran del mismo azul que los de Alan. Tembló levemente, y apartó el recuerdo de su mente. Tenía que mantener la calma; él era el novio de su hermanastra y no tenía nada que hacer con ella.
—No sé cómo te has enterado de dónde vivo, pero no me hace gracia que te presentes en mi casa por sorpresa. No tengo nada que decirte y lo que quiero es que te marches.
—Jan me lo dijo, de hecho, dice muchas cosas, y siento molestarte, Paula, pero no pienso marcharme hasta que no me hayas contestado a algunas preguntas —dijo él con suavidad.
La agresividad con la que había reaccionado al verlo, le indicaba a Pedro que ella no era tan inmune a su presencia como quería hacer ver. La miró fijamente a la cara, y después fue bajando lentamente por su cuerpo. Tenía el pelo recogido en la nuca con un lazo amarillo que caía sobre su espalda y llevaba un bonito suéter de punto que se ceñía a sus pechos, altos y hermosos, y revelaba que no llevaba sujetador al marcar los pezones cuyo recuerdo lo atormentaba por las noches. El top dejaba ver una parte de su vientre antes de encontrarse con el pantalón blanco que se ajustaba a sus finas caderas y a sus piernas. En los pies llevaba sandalias planas a juego con sus uñas pintadas aún de rosa. Desde luego, él siempre se había fijado primero en los pechos y en las piernas de las mujeres... ¿cuándo había desarrollado esa fijación con los pies?, se preguntó, mientras intentaba controlar la tensión de su cuerpo y la hiperactividad de su libido.
Al levantar la vista, creyó ver algo que identificó como miedo en sus ojos cuando lo miraban. Paula Chaves  tenía un buen motivo para estar asustada: le había mentido sobre su nombre y sobre su estado civil. Había estado comiendo con Jan ese día para hacerle saber con mucho tacto que la consideraba una amiga y nada más. Ella se lo había tomado muy bien, sobre todo cuando él se ofreció a invertir en su agencia de modelos, y de la conversación que tuvieron después, él había descubierto el amor de Paula por las plantas y que se había pasado dos años viviendo como una monja. Eso quería decir que o Paula era una gran mentirosa, o una gran actriz o las dos cosas.
Como para confiar en Jan, se dijo Paula mientras los dos seguían mirándose en silencio. Ella fue la primera en apartar la vista.
—En ese caso —dijo, agachándose para recoger la bolsa de las verduras—, sigúeme a la cocina y dime lo que me tengas que decir mientras yo guardo esto —y echó a andar por el pasillo, junto a la escalera, hacia el fondo de la casa.
No quería que Pedro estuviera en su salón, ni en el resto de su casa, pero la cocina era lo suficientemente impersonal, se dijo. La cocina era amplia y estaba presidida por una mesa en el centro, pero ella dejó la bolsa sobre la encimera, junto a la ventana.
Al sentir su presencia tras ella se le erizaron los pelos de la nuca, y la cocina ya no le pareció tan grande.
—Tengo que poner esto en la nevera —le dijo, y se giró para ir hacia la nevera, encontrándoselo de frente.
—A lo mejor me venía también bien a mí —dijo él, bromeando.
A Paula no le impresionó su juego de palabras y sin dejar lo que estaba haciendo, dijo:
—Entonces te daré un refresco —dijo, sarcásticamente y levantando una ceja.
Él estaba demasiado cerca, los ojos brillantes y el aroma de su colonia le trajo recuerdos de otros momentos, de otros lugares... un camarote de yate, por ejemplo. Pero no, tenía que dejar de pensar en aquello.
—No quiero un refresco, Paula—rechazó Pedro, decidido a ser razonable a pesar de que sus instintos más básicos le decían que la tomara en sus brazos y la besara hasta perder el sentido—. Lo que quiero es hablar de la posibilidad de romper los vínculos del testamento de tu tía, para que mi abuelo pueda comprarte la casa. Además, quiero que me expliques por qué me dijiste que estabas casada cuando nos conocimos en la isla hace un año —se detuvo, y esbozó una sonrisa —. Y también te quiero a tí... pero no necesariamente en ese orden.
Pedro siguió sonriendo mientras le quitaba la lechuga que ella tenía en las manos y la dejaba en la encimera tras ellos. Después apoyó las manos en la encimera, atrapándola con sus brazos y su cuerpo.
Manten la calma, se decía ella, pero no pudo evitar gritar:
—Ni hablar de eso. Y tampoco de romper el testamento de mi tía. La casa no está en venta. Y no te debo ninguna explicación. De hecho, no te debo ni un minuto, dado que estás saliendo con mi hermana, pero si lo que te preocupa es que le cuente a Jan lo de nuestro breve e infortunado encuentro, puedes quedarte tranquilo. Antes me cortaría la lengua, que admitir haberte tocado.
—Entonces pedirte que te cases conmigo, está fuera de lugar, supongo —dijo Pedro, pasando directamente al plan B, casi divertido.
—Supones bien. No me casaría con un cerdo mujeriego como tú aunque fueras el último hombre sobre la faz de la tierra —gritó Paula. Levantó la mano para apartarlo, pero al apoyar la palma sobre su pecho se dio cuenta de que había cometido un gran error.
Del rostro de Pedro se desvaneció la sonrisa y sus ojos grises se tornaron de hielo.
—¿Ésa es la opinión que tienes de mí? Entonces no tengo nada que perder, ¿verdad? — la tomó en sus brazos con fuerza, la levantó y la besó con una pasión más dominante que el fruto del deseo.    
Atrapada entre sus brazos y su cuerpo, ella no tenía escapatoria. Intentó apartar la cabeza, pero él la agarró con rapidez por la espalda y le puso una mano en la nuca, inmovilizándola contra sus labios. Ella podía sentir su cuerpo tenso y la dureza de su erección. Después y por sorpresa, cuando su lengua consiguió abrirse paso entre los labios de ella, Paula notó en su cuerpo un cosquilleo de respuesta que le arrebató el aliento.
Aquello era lo que había estado tratando de apartar de su pensamiento un año entero... lo que la había asustado... la seducción completa de sus sentidos... pero estaba tentada. Una dulce calidez anidó en su pelvis e, incapaz de controlar su cuerpo traidor, se dejó llevar. Al sentir que ella se rendía, él la besó con más dulzura, apelando a su pericia erótica para acariciar y lamer con su lengua hasta hacer que ella sintiera su corazón a punto de estallar.
—Dios, Paula —susurró él contra sus labios a la vez que le pasaba una mano sobre los pechos, deteniéndose en los duros pezones—. O Mimie, como sea que te llames. No he podido olvidar la última vez que te tuve en mis brazos, y quiero volver estar contigo de nuevo. Lo deseo locamente —dijo, y levantó la cabeza para mirarla fijamente a los ojos—. Di que sí.

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