martes, 25 de noviembre de 2014

Casada por Obligación: Capítulo 42

Paula sentía un terremoto en su interior. Su presencia le había sacudido las entrañas y no pudo obviar su magnífico cuerpo junto a ella, su aroma y la intensidad de su presencia. ¡Y ella que había pensado que en ciertas etapas del embarazo disminuía el deseo sexual!
—Nunca te mentí. En ese momento creía tener el periodo. Después supe que es frecuente que las mujeres manchen en las primeras etapas del embarazo —le explicó, a pesar de que no creía deberle ninguna explicación. ¡No le debía nada!
Ella dió un paso atrás y tropezó con la tumbona. Ágil de reflejos, Pedro la agarró por la cintura con las dos manos.
—Estoy bien —dijo ella, y sintió cómo el niño daba una patadita en ese momento contra su mano.
Los rasgos de Pedro se suavizaron y la ira de sus ojos se tornó en sorpresa al mirarla.
—El niño acaba de dar una patada... ¿Te hace daño? —le preguntó en voz baja.
—No, estoy bien —logró decir ella. Al menos había estado bien hasta la llegada de Pedro. Ahora estaba cualquier cosa menos bien—. Ya puedes soltarme y contarme cómo me has encontrado y por qué estás aquí.
Él la soltó y le sonrió sarcásticamente.
—Me sorprende que Liz no te llamara para avisarte; ella parece ser la única persona que dejas que se acerque a ti.
—¿Liz te lo dijo? ¡No puedo creerlo! —en ese momento recordó las dos llamadas que no había llegado a tiempo de responder.
—No te preocupes. Liz no te ha traicionado. Ha sido Manuel. Lo ví en una fiesta de la empresa ayer y me dijo que como padre creía que era importante que yo lo supiera.
—Pues ya lo sabes —dijo ella encogiéndose de hombros, pero por dentro estaba como un flan. Después de casi cinco meses creía haber logrado convencerse de que no quería a Pedro y de que no lo necesitaba. Tenía que ocuparse de su nueva casa y de su bebé, pero ahora que lo volvía a ver, sentía la misma atracción hacia él.
Estaba más delgado y tenía más arrugas, pero su magnetismo sexual era tan poderoso como siempre.
—¿Qué quieres, Pedro? —preguntó ella lentamente. Aún era su esposa, y podía ponerle las cosas difíciles si quería ejercer sus derechos sobre el niño.
—Eres mi mujer y llevas a mi hijo en tu vientre —dijo Pedro con precisión, y la tomó en sus brazos antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones.
—¿Estás loco? ¡Déjame en el suelo! —chilló ella, pero tuvo que agarrarse a él mientras la llevaba hacia la casa.
—No. Lo que quiero es protegerte a tí y a mi hijo —entró a la cocina y la dejó en el suelo. Miró a su alrededor con interés—. Es muy agradable.
—No me interesa tu opinión —le espetó Paula, furiosa—. Y no sé a qué juegas, pero estás perdiendo el tiempo. No te quiero aquí —y le dio la espalda para ir por un vaso de agua.
Él la agarró por el hombro y la obligó a girarse.
—No tienes opción —¿dónde había oído eso ella antes?, se preguntó, resentida—. Me voy a quedar aquí todo el tiempo que haga falta. Para siempre, si es necesario. Te quiero y no pienso volver a dejarte marchar.
Paula lo miró asombrada. No podía haberlo entendido bien.
—Dí eso otra vez.
—Te quiero, Paula. Siempre te he querido —dijo él con voz profunda y llena de emoción.
Ella escuchó sus palabras y por un momento lo creyó. Hasta que sintió al bebé moverse en su interior.
—No, no te creo —¿cómo podía haber olvidado que Pedro era un maestro de la manipulación y que siempre conseguía lo que quería? Y lo que quería era al niño—. Me estás mintiendo para quedarte con mi bebé.
Entonces se dio cuenta de que Pedro debía haberse dado cuenta de que ella lo amaba y por eso le ofrecía precisamente eso.
—No tengo motivos para mentir, Paula. Soy el padre de tu hijo, y él será mío pase lo que pase entre nosotros. Es a ti a quien quiero —insistió, y alargó la mano hacia ella—. Es a tí a quien necesito en mi vida, y desesperadamente. He tratado de vivir sin tí y era como estar en el infierno.
La emoción de su voz le llegó al corazón y empezó a ablandarse. Cielos, deseaba tanto que la amara...
—Tienes que creerme, porque no voy a dejarte marchar de nuevo.
Su comentario fue como una ducha fría justo cuando empezaba a creerlo.
—Tú nunca me dejaste ir, Pedro. Lo que hiciste fue dejarme a secas declarando que no querías volver a verme. Y yo sé por qué —le espetó—. ¿Es que crees que soy *******? Vienes aquí y me declaras tu amor incondicional esperando que caiga rendida a tus pies. ¿Es que crees que no sé lo de Anabella? Sé que salías con ella antes de que nos casáramos, y fue ella quien respondió al teléfono cuando te llamé el día de tu cumpleaños, aunque tú dijiste que era tu secretaria. Pero era la misma Anabella con la que apareces en las fotos de una revista reciente.
El la soltó y se sonrojó levemente.
—No te molestes en negarlo. Seguro que a los dos les parecía muy divertido que tú hablaras conmigo por teléfono cuando ella era el objeto de tu conversación erótica. Me pones enferma. Y en vez de decirme que buscara una casa porque el apartamento no era de mi estilo, me podías haber dicho que me fuera de casa. Y pensar que yo ya había decidido dejar atrás el pasado y hacer que nuestro matrimonio funcionase... Qué ironía de la vida —lo miró y se rió sin ninguna alegría—. Lárgate, Pedro. Voy a descansar —y quiso marcharse de la cocina temblando por la fuerza de su descarga emocional.
—Ni se te ocurra, Paula —le dijo él, atrayéndola de nuevo a sus brazos—. No te vas a escapar tan pronto. Estás celosa de Anabella, y no sabes lo feliz que me hace eso, el saber que tú has sentido una pizca de la angustia que me tiene ahogado desde que te conozco —Paula abrió la boca para protestar—. ¿Tienes idea de lo que me ha costado romper tu frialdad? ¿La de veces que, saciado de sexo en la cama, sabía que una muralla se interponía entre los dos? No sabes lo que me has hecho, a mí, Pedro Alfonso, el que nunca había creído en el amor —sacudió la cabeza—. Y me he enamorado perdidamente de una mujer que está encerrada en la memoria de un amor de su pasado.

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