domingo, 23 de noviembre de 2014

Casada por Obligación: Capítulo 37

El jueves por la tarde, Paula volvió a su casa de Bayswater con una caja de cartón en las manos. Allí olía a cerrado y a vacío, como huelen las casas donde no vive nadie. El martes por la mañana, después de una noche entera dando vueltas y pensando en Pedro, había tomado la decisión. Se había mirado a sí misma y no le había gustado lo que había visto; aceptó casarse con la esperanza de tener un hijo y con el sexo como base de su relación. Estaba tan decidida a no implicarse en su relación con Pedro más allá de un nivel superficial, que no había sabido cuándo era su cumpleaños, ni se había preocupado de preguntárselo.
¿Cuándo había empezado a tener miedo a implicarse emocionalmente con la gente? Se dió cuenta de que había sido tras la muerte de su madre. No había intentado acercarse a su madrastra ni a su hermanastra, y prefirió aferrarse a su tía y a Alan. Al perder a Alan había quedado destrozada, y el perder a su tía, fue la gota que colmó el vaso.
Desde entonces no había dejado que nadie intentara romper la barrera de protección que se había construido a su alrededor, como había hecho Pedro. Había temido dejar que se acercara a ella demasiado, había temido el dolor que seguiría si lo perdía a él también.
Esa madrugada, se había dado cuenta de que no podía seguir mirando al pasado y negándose un futuro maravilloso con Pedro. Tal vez estuviera embarazada, y su hijo se merecía una madre que no fuera tan débil emocionalmente.
El día anterior había descubierto con tristeza que no estaba embarazada, pero eso no cambió su decisión. Ya había preguntado en una inmobiliaria sobre la casa que compraría con Pedro, y también para vender, por fin, su casa. El tasador iría al día siguiente y ella había acudido a recoger algunas cosas a las que tenía cariño: fotos de familia y de Alan para algún día mostrarle a su hijo su familia para que viera de dónde venía.
Dejó la caja sobre la mesa del salón y empezó a hacer lo que sabía que tenía que haber hecho hacía mucho tiempo. Recogió unas cuantas cosas, miró a su alrededor y se dió cuenta de que no había mucho más que quisiera conservar, aparte de algunas cosas que conservaba en un cajón en su habitación. Después limpiaría un poco el polvo y pasaría el aspirador, y habría acabado.
Paula no oyó que la puerta de la entrada se había abierto, ni los pasos de alguien que subía las escaleras. Estaba sentada sobre la cama, llorando por una caja que había encontrado llena de recuerdos de su infancia: una colección de caracolas que había recogido en las últimas vacaciones que pasó con su madre, y algunas cosas similares.
Secándose los ojos, cerró la caja y se puso en pie. Ya no le quedaba tristeza, sino bonitos recuerdos. Fue hacia la puerta y se quedó helada.
Pedro estaba allí, vestido con ropa informal, y el corazón le dió un vuelvo de sorpresa y placer.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡No te esperaba hasta dentro de diez días! —dijo ella, sonriente.
Sus ojos grises la miraron enigmáticos, pero algo en su lenta sonrisa la puso muy nerviosa.
—Pensé en darte una sorpresa, y al no encontrarte en el piso, llamé a la floristería. Patty me dijo que habías ido a tu casa de Bayswater —dijo suavemente—. Pensé que la habías vendido hacía mucho tiempo, pero debí suponer que no tenías intención de deshacerte de este mausoleo de tu marido.
—No, te equivocas —intentó corregirlo ella.
—¿En serio? —preguntó él, dando unos paso hacia ella y mirándola con insolencia—. Seguro que duermes aquí siempre que yo no estoy.
—No —repuso ella, perpleja al verlo tan enfadado—. He venido hoy a recoger algunos recuerdos porque el tasador vendrá mañana.
Él levantó una ceja en un gesto muy sarcástico.
—Vaya, creía recordar que ya quedaste con un tasador el año pasado.
—Sí, bueno —Paula se sonrojó—. Fue un error. Nunca llegué a decidirme.
—No te molestes en mentir, Paula. Ya me sé la historia —la agarró por la muñeca y la obligó a acercarse a él.
—No era una mentira, pero no parabas de presionarme —trato de explicar ella, sintiendo placer al estar tan cerca de su cuerpo.
—¿Que yo te presioné? Creo recordar que te metiste en mi cama en cuanto pusiste los ojos sobre mí, y la segunda vez tampoco necesitaste mucha insistencia —dijo amargamente—. ¿Te crees que soy un *******? Yo no soy segundo plato de nadie.

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