domingo, 9 de noviembre de 2014

Casada por Obligación: Capítulo 15

Paula descargó la última caja de flores de la furgoneta y fue a prepararse un café a la trastienda. Por más que le gustara ir al mercado de flores, levantarse a las cinco de la mañana no era su ideal para comenzar el día. Además, aquella noche no había dormido casi nada, y el sueño empezaba a vencerla.
Una vez sentada y con la taza de café caliente en las manos, se dijo que las cosas no parecían tan malas a la luz del día. Tenía su casa, sus amigos, su jardín y, después de un fin de semana desastroso, su vida volvía a la normalidad, y Pedro estaba fuera de ella.
Para cuando Liz llegó, a las nueve, las flores nuevas estaban preparadas, el escaparate arreglado y la tienda lista para abrir.
—Esto tiene un aspecto excelente —declaró Liz, mirando a su amiga—, pero el tuyo es deplorable.
—Mil gracias —le respondió Paula, intentando con la broma distraer la atención de su amiga de todas las preguntas que vendrían a continuación.
—Sé que te dije que era hora de que empezaras a vivir la vida, pero... debió ser una fiesta de cumpleaños de lo más loca —Liz echó a reír—. Vamos, cuéntamelo todo. Cuando una es madre, éstas son las únicas oportunidades que le quedan de divertirse.
Paula sabía que Liz y su esposo Manuel no cambiarían a su hijito Tom, de dos años, por nada del mundo, y sonrió.      
—No hay nada que contar. Fueron los mismos invitados de todas las fiestas de David y Leanne, y me marché sobre las diez. Fin de la historia.
—¿Cómo que fin de la historia? Por lo menos cuéntame cómo era el novio de Jan. ¿Es uno de tantos mujeriegos o terminarán casándose? —preguntó interesada Liz—. ¿Guapo y delgado, o viejo y gordo? Seguro que el dinero es un factor importante, conociendo a Jan.
Paula sabía que Liz no se callaría hasta conocer todos los detalles, pero en aquella ocasión no tenía intención de contarle todo.
—Alto, moreno, no tiene mal aspecto, no es viejo... treinta y tantos, supongo. En cuanto a las perspectivas de matrimonio, lo dudo mucho. Me pareció de los que están cada día con una, pero a Jan le gustan los hombres con dinero y él es riquísimo.
—¿Y su nombre es...?
—Pedro  algo... Alfonso, creo —no quería dar la impresión de estar muy segura. Liz era como un sabueso para detectar los secretos de los demás.
—¡Dios mío! —exclamó Liz—. ¿Has conocido a Pedro Alfonso? ¿El banquero? ¿El mago de los negocios? ¡ Y dices que no tiene mal aspecto! ¿Es que estás ciega, Paula? Ese hombre es más que un buen partido. Pero tienes razón en lo de mujeriego. Lo he visto cientos de veces en las revistas y cada vez tenía a una mujer impresionante distinta del brazo. No creo que Jan tenga muchas opciones de llevarlo frente al altar; no es de los que se asientan y forman una familia, pero... —le guiñó un ojo—. Jan es a pesar de todo una chica con suerte por tener un hombre así en la cama el día de su cumpleaños. No me importaría recibir un regalo así.
—Liz, te recuerdo que eres una mujer casada —interrumpió Paula, que empezaba a sentirse mal. ¿Cómo podía ser que Liz supiera toda la vida de Pedro Alfonso? Ella no lo conocía de nada y había acabado en su cama. Pero tenía que mirarlo por el lado positivo, y era que por lo que Liz le había contado, seguro que Pedro no volvía a buscarla. Un hombre con tanto atractivo y tanto dinero, rodeado permanentemente de mujeres, no volvería a molestarse en pensar en Paula de nuevo.
—¿Es que no puedo soñar un poquito? —repuso Liz, con los ojos brillantes—. De acuerdo, de acuerdo... ¿Estás segura de que estás bien?
—Sí, pero ayer fui a Eastbourne y con el madrugón de esta mañana... —explicó, encogiéndose de hombros.
—No digas más —dijo su amiga, mirándola con cara de circunstancias—. Eso lo dice todo. Fuiste con los padres de Alan a visitar su tumba —Liz la abrazó para consolarla, cosa que hizo a Dulce sentir como la mayor mentirosa de la historia.
El sol de la mañana brillaba sobre el Támesis mientras Paula  cruzaba el Tower Bridge. Agosto estaba llegando a su fin y era el cumpleaños de su padre. Estaba contenta porque acababa de firmar un contrato con unos grandes almacenes para convertirse en sus proveedores de arreglos florales. Eso significaría que Ray tendría que dedicarse más al trabajo en la floristería y que tendrían que contratar a otro conductor, pero eran las mejores noticias.
El negocio iba bien y Paula tenía ganas de comer con su padre a solas. Había reservado mesa en un buen restaurante como regalo de cumpleaños y había quedado en recogerlo a mediodía. Después tendría que aparecer en la fiesta que le había organizado Leanne, pero no le preocupaba; nadie lo notaría si se marchaba pronto.
Al aparcar en Connaught Square hizo una mueca. La fiesta de cumpleaños de Jan, hacía dos meses, había sido un completo desastre para ella, aunque ya lo había superado. No había visto a Jan desde entonces, pero eso no era raro y Paula no era de las que mantienen el contacto con la familia por teléfono.
Intentando olvidarse del pasado, se arregló la chaqueta de seda color crema y la falda ajustada que llevaba. Normalmente no se arreglaba mucho, pero en aquella ocasión, era necesario. Estaba segura de sí misma porque sabía que tenía buen aspecto, y con el bolso en la mano, subió corriendo las escaleras de la entrada.
—Buenos días, Maggie —saludó a la doncella nada más entrar—. ¿Dónde está papá? ¿Sigue en su estudio? —preguntó, y la respuesta fue una mirada de lo más extraña por parte de la mujer.
—No, está arriba, en el salón, esperándola.
Paula  miró su reloj. Eran sólo las once y media.
—No puedo creer que papá esté preparado a tiempo por una vez en su vida. ¿Será que con los sesenta ha ganado responsabilidad? —sonrió a Maggie, que no le devolvió la sonrisa.
—No me pregunte. Yo sólo trabajo aquí —dijo, y se marchó.
Paula  se preguntó qué le pasaría, pues Maggie normalmente era de lo más amable, y subió las escaleras.
Su padre estaba sentado en su sillón favorito, junto a la chimenea, con una taza de café en la mano.
—Felicidades, papá —dijo Paula, y fue hacia él.
—Gracias —respondió él, con una casi imperceptible sonrisa.
Paula se extrañó de la frialdad del recibimiento, y entonces se detuvo con un escalofrío. Se había dado cuenta de que no estaban solos. Junto a la ventana se recortaba la figura de un hombre al contraluz. No veía su rostro con claridad, pero no necesitaba hacerlo: era Pedro Alfonso. Sus ojos ambarinos se abrieron como platos por la sorpresa.

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