domingo, 2 de noviembre de 2014

Casada por Obligación: Capítulo 1

Paula Chaves, hacía dibujitos sobre una libreta de notas sin prestar atención a la conversación que se mantenía a su alrededor. Su padre, gerente de la compañía Vanity Flair, había insistido en que asistiese a aquella reunión puesto que había heredado la participación que su tía Mary tenía en ésta y había pasado a convertirse en uno de los principales socios accionistas. Lo cierto era que ella no entendía para nada de fluctuaciones del mercado ni de Bolsa, y que ya le costaba bastante ocuparse de la parte financiera de su floristería de Chelsea, como Liz, su mejor amiga y socia, podría confirmar.
—Paula —oyó decir a su padre, interrumpiendo su ensoñación—. ¿Estás de acuerdo?
Al levantar la cabeza, se dió cuenta de que una docena de personas la miraba fijamente. Sus ojos ambarinos se encontraron con los marrones del hombre que se sentaba frente a ella, el señor Alfonso, griego, que su padre le había presentado poco antes. Al parecer aquel hombre mayor había conocido a su tía Mary en la isla de Zante, donde ella tenía una casita. Paula había pasado allí el verano anterior, pero no tenía un recuerdo grato de aquellas vacaciones, entre otras cosas, porque su tía había muerto poco después.
El hombre le sonrió y ella dedujo que su expresión aterrada le había indicado que no tenía ni idea de qué responder a la pregunta. Con una leve inclinación de cabeza y un guiño, le dio la respuesta.
—Sí, por supuesto —aceptó Paula, y así terminó la reunión.
—¿Por qué no me llamaste? —preguntó Pedro Alfonso en griego a su abuelo, que estaba sentado en un sillón con un tobillo vendado y apoyado en un escabel—. Sabes que hubiera venido enseguida. Además, ¿qué has venido a hacer a Londres? Después del último susto que nos dio tu corazón, creía que el médico te había recomendado no volar.
—He venido por negocios —declaró Theo Alfonso escuetamente.
—Pero hace años que dejaste de ser mayorista de pescado —le recordó Pedro.
—No me refiero a ese negocio. Lo cierto es que te llamé hace seis días, y una mujer de tu oficina en Nueva York me dijo que te habías ido unos días fuera y que no se te podía molestar a no ser que se tratara de una emergencia —el anciano levantó una ceja—. Como sólo te llamaba para decirte que iba a quedarme en tu piso de Londres unos días, no vi razón para molestarte.
Pedro hizo una mueca. No podía decir nada; era cierto que había dejado aquellas instrucciones a su secretaria, y se sentía muy culpable por ello.
Sus abuelos lo habían dado todo por él. Hacía treinta y ocho años, Anna, su única hija, se quedó embarazada del dueño de un yate que estaba visitando la isla. Para proteger a su hija y a su nieto de la censura de la pequeña comunidad en la que vivían, se trasladaron a Atenas, donde nadie los conocía. Cuando Anna murió en el parto, ellos pasaron a ocuparse de Pedro.
Éste no conoció a su padre biológico hasta que acabó sus estudios universitarios de ciencias empresariales. Se negó a suceder a su abuelo en el negocio de venta de pescado al por mayor que éste tenía y aceptó un trabajo en un crucero. En un ataque de ira, Theo lo había comparado con su padre, un francés que se hacía llamar por un título nobiliario y que se pasaba la vida de puerto en puerto seduciendo jovencitas.
Pedro no tardó un segundo en ir en busca de su padre, a pesar de que nunca le habían molestado demasiado las circunstancias de su nacimiento, y lo encontró viviendo en una gran mansión en Francia, con su mujer y sus dos hijos, ambos mayores que él. Cuando Pedro se identificó, él hizo un gesto de desprecio y se despidió de él diciéndole:
—He estado con decenas de mujeres e incluso si hubiera estado soltero cuando conocí a la pueblerina griega que era tu madre, nunca me habría casado con ella —y después, ayudado por sus igualmente despectivos hijos, echó a Pedro de su casa.
Pedro siguió con sus planes y se embarcó en el crucero, donde hizo amistad con un rico banquero neoyorquino que lo contrató como ayudante para realizar sus operaciones de Bolsa. Cuando el barco llegó a Nueva York, aquel hombre le ofreció un puesto a Chris en su empresa, puesto que éste había destacado especialmente en su trabajo, y cuatro años después, creó su propia empresa: Alfonso Internacional.
Pedro miró a su abuelo con una mezcla de frustración y cariño.
—Nada de lo que hagas o quieras me supondrá nunca un problema, Theo. Sólo tienes que decir lo que quieres y lo tendrás, ya deberías saberlo.
Theo estaba envejeciendo. A sus setenta y siete años tenía el rostro surcado por mil arrugas, pero sus ojos aún delataban la determinación que lo había empujado a establecer su negocio años atrás con su amigo Milo. Pedro le debía la vida a aquel hombre que, en realidad, era su única familia.
—No intentes engatusarme, Lycurgus.
Pedro se puso tenso. Sabía que el anciano estaba enfadado o tenía algo en mente, pues de otro modo no habría usado su nombre completo; su abuela había querido llamarlo al ver sus ojos grises, que le recordaron a un lobo, porque significaba cazador de este animal.
—Lo que quiero es verte casado y con niños; ver la continuación de la familia, pero dada tu aparente aversión al matrimonio y las mujeres que eliges, ya casi no me quedan esperanzas —le mostró una revista a Pedro—. Échale un vistazo a tu última elección, probablemente la mujer con la que has pasado los últimos días —señaló las páginas centrales—. Anabella Lovejoy no es precisamente el retrato de una madre y esposa.
Theo tenía razón; Pedro había estado saliendo con Anabella las últimas semanas, pero no tenía ninguna intención de casarse con ella. ¿Por qué tendría que hacerlo? No le gustaba nada que Theo metiese las narices en su vida sexual... Y, en cuanto al matrimonio, Pedro no confiaba en las mujeres a largo plazo. La experiencia le decía que las mujeres casadas estaban tan deseosas de meterse en su cama como las solteras, si no más, aunque él siempre había evitado involucrarse con casadas. La única excepción que había hecho a aquella norma aún lo atormentaba por las noches.
El abuelo de Luke seguía con su acalorado discurso en griego:
—Pensaba que tenías mejor gusto. ¿Es que no sabías que se operó la nariz a los diecinueve años? Eso puedo tolerarlo, y también el aumento de pecho, pero esto último... ¡un trasero falso! No había oído nada igual en la vida.
—¿Cómo? Déjame ver... —saltó Pedro, tomando la revista de manos de su abuelo. Theo tenía razón. Una de las fotos la mostraba saliendo de un restaurante con él, y el artículo detallaba todas las operaciones estéticas a las que se había sometido y hablaba del nuevo hombre con el que se le había visto últimamente.
Pedro no pudo reprimir un muy descriptivo apelativo en griego.
—No podría estar más de acuerdo —apuntó Theo, con una leve sonrisa
—No me dí cuenta... —comentó Pedro en voz baja, lo cual fue casi una confesión para un hombre que se definía como un experto en mujeres. Se sentó en el sofá junto a Theo y sonrió—. Conocí a Anabella  porque es decoradora y mi secretaria la contrató para redecorar mi apartamento de Nueva York —lo que no le contó era que mientras le enseñaba el apartamento se había dado cuenta de que hacía casi un año que no se acostaba con una mujer y pensó que ya era hora de hacer algo al respecto—. Si eso te tranquiliza, no tengo intención de casarme con ella.
En un par de semanas, cuando la decoración del apartamento estuviera acabada, también lo estaría su relación con Anabella. Además, a pesar de que ella era una mujer muy bella e inteligente, y una amante experimentada, por algún extraño motivo él se había quedado con una extraña sensación de insatisfacción.
—¡Me alegro! En ese caso, podrás hacerme un favor —dijo Theo—. Desde la muerte de tu abuela he estado investigando cómo recuperar la casa que teníamos en Zante. Cuando nos fuimos a Atenas se la vendí al carnicero del pueblo, pero esa casa había sido de mi familia durante generaciones; en esa playa fui concebido, al igual que tu madre, y allí cortejé a tu abuela. Quiero recuperarla —declaró—. Con los años, lo único que le quedan a uno son los recuerdos, y los más felices de mi vida ocurrieron allí —Theo suspiró—. El carnicero murió hace ocho años, pero antes de eso le vendió la casa a un empresario de Atenas. Las malas lenguas dicen que se la regaló a su amante, una botánica inglesa llamada Mary James. Yo la conocí hace años en Zante; era una mujer adorable y me habló de su trabajo y de la empresa de cosmética homeopática que había creado con su hermana. Su hermana acabó casándose con el contable de la empresa, David Sutherland, que promovió la expansión de la marca por toda Europa. Cuando le pedí que me vendiera la casa se negó en redondo. Más tardé me enteré de que su empresa había salido a Bolsa en el mercado alternativo de valores para reunir la financiación suficiente como para llevar la empresa a América, así que compré acciones con la esperanza de que eso me acercara a la señorita James y así poder convencerla de que me vendiera la casa.
Pedro frunció el ceño. La mayoría de las empresas de ese mercado alternativo eran negocios arriesgados.

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