lunes, 24 de noviembre de 2014

Casada por Obligación: Capítulo 40

Y tras ese comentario, su padre se marchó. Paula no pudo evitar echarse a reír.
Pero las semanas siguientes no estuvieron marcadas precisamente por la risa. No podía comer, no podía dormir y era todo culpa de Pedro Alfonso. Había intentado evitar el dolor de amarlo, pero había ocurrido de todos modos.
El primer día de primavera, Paula salió de la consulta del médico en estado de shock. Había acudido a visitarlo porque se había desmayado en el trabajo y Liz había insistido en que tenía que verla un médico.
Era un milagro... ¡estaba embarazada! No sabía ni qué pensar. El médico le había dicho que era frecuente que se manchara en los primeros meses, y ella había pensado que era el periodo... En cualquier caso, estaba embarazada de tres meses y el momento no podía ser mejor. Paula casi fue bailando hasta el coche. Había vendido su casa y se había mudado la semana anterior a una preciosa casita de campo en Sussex con un gran jardín. Si antes había tenido alguna duda sobre su decisión de vivir fuera de Londres e ir a trabajar tres días a la semana, ya no le quedaba ninguna.
—¿Qué te ha dicho el médico? —le preguntó Liz nada más entrar en la tienda.
—Ven a la parte de atrás y te lo contaré.
—¿Qué vas a hacer con Pedro? —le preguntó Liz nada más enterarse de su estado—. Tienes que decírselo.
—¡No! —exclamó Paula inmediatamente, y no quiso escuchar los argumentos de Liz para que hiciera lo contrario—. Vamos, Liz. Ví una de tus revistas hace poco, aunque trataste de ocultármela, con la foto de Pedro y Anabella agarrados del brazo. No tiene ninguna gana de volver a verme; incluso me mandó mis cosas a casa por correo.
Liz sacudió la cabeza.
—No lo sabía. ¡Qué *******! Pero sigo pensando que tendrías que decírselo; tiene derecho a saber que va a ser padre.
—Si te hace sentir mejor, se lo diré si lo veo —dijo Paula, y pensó «cuando las vacas vuelen».
Pocas semanas después, Paula recibió una carta de Theo. En ella le contaba que las reparaciones de la casa de Zante habían finalizado y que esperaba que el que su nieto y ella se hubieran separado, no rompiera su amistad. Ella le respondió y le dijo que podía usar la casa cuando quisiera. Se sintió culpable por no decirle nada, pero aún era demasiado pronto y sus emociones estaban aún muy frescas.
A mediados de abril Paula tuvo una desagradable sorpresa mientras comía con Liz.
—Manuel y yo cenamos ayer con Pedro y más gente de la empresa. Vino solo, y tenía un aspecto lamentable.
—No me sorprende, con la vida que lleva... —dijo Paula secamente.
—Preguntó por tí...
—Dime que no le dijiste nada —pidió ella.
—No, sólo le dije que te estabas recuperando —respondió Liz con sequedad.
Paula empezó la baja por maternidad al fin de semana siguiente diciéndose a sí misma que lo hacía para asegurarse de que el niño estaba bien. Pero lo cierto era que le preocupaba encontrarse a Pedro en Londres. Desde que se habían separado, no había vuelto a verlo ni a tener noticias de él, y así era como ella quería que siguieran las cosas. Él seguía pagándole religiosamente su pensión, y ella la dejaba intacta en su cuenta. Estaba embarazada de cuatro meses, pero todavía no se le notaba. Sólo Liz lo sabía, y ella quería que siguiera de ese modo todo el tiempo posible.
Le encantaba su casita, su jardín y el milagro de tener una vida creciendo en su interior. Consiguió encerrar su amor por Pedro en un rincón de su mente, y sólo se escapaba a veces por las noches. Paula era una experta en esconder sus sentimientos. Tenía mucha práctica.
Oyó el teléfono y buscó las llaves en su bolso, pero para cuando abrió la puerta, ya había dejado de sonar. Bueno, si era importante, ya volverían a llamar. Fue directamente a la cocina y dejó una lata de pintura que acababa de comprar sobre la mesa. Había decidido pintar el cuarto del bebé de amarillo.
Aquella mañana había estado en el médico haciéndose un examen rutinario por los seis meses de embarazo, y después había ido a la compra. La casa estaba a un par de kilómetros de la ciudad más cercana, con un caminito bordeado de árboles que llevaba casi hasta la puerta. La había construido el anterior propietario cuando se casó hacía cincuenta años. Tenía cinco habitaciones, la habitación principal, y tres baños. Era demasiado grande para Paula, pero se había enamorado perdidamente del lugar nada más verlo.
Paula salió a por el resto de cosas al coche; oyó el teléfono de nuevo y tampoco esta vez llegó a tiempo, pero no le importó.
Recogió la compra, se preparó una manzanilla y salió al jardín. Observó los preciosos parterres, la verde hierba, y no pudo contener un suspiro de satisfacción. Se acostó en una tumbona frente a la fuente, feliz con la vida, y cerró los ojos.

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